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La ética de la violencia en la lucha popular

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POLÍTICA

La ética de la violencia en la lucha popular

28/02/2025
10 min.

I. Introducción

La tesis que aquí se discute puede resultar perturbadora para los idealistas más ingenuos del presente siglo. Sin embargo, la historia de las sociedades humanas ha dejado claro que los grandes cambios sociales y políticos se encuentran marcados por momentos de ruptura, muchas veces incitados por conflictos violentos. Y esto es así debido a que el desmantelamiento y reorganización del estado de las cosas nunca ha sido fruto de concesiones voluntarias por parte de las clases dominantes, sino del enfrentamiento directo de las fuerzas sociales en disputa. Aunque el ideal de resolución pacífica suele ocupar un lugar central en el discurso político contemporáneo, existen contextos donde el diálogo se convierte en una herramienta ineficaz frente a sistemas profundamente opresivos; y las instituciones que los sostienen, en legitimadoras de un orden social configurado para mantener a la élite en su posición de potestad. Por ello, en este artículo se argumenta que, en circunstancias específicas, la violencia no solamente es inevitable, sino necesaria para desafiar y modificar estructuras de poder que se resisten al cambio. Pero no la violencia per se, producto de la desesperación y la cólera exacerbadas, sino la violencia organizada, es decir, como un acto consciente dirigido hacia fines transformadores que requieren una estrategia meticulosamente pensada. Por otro lado, también se pretende exponer cómo ciertas posturas pacifistas, lejos de promover la justicia, terminan por perpetuar el statu quo y despolitizar la lucha contra la sujeción bajo la apariencia de una neutralidad inexistente, lo cual deriva en una engañosa moralidad que se asume como elevada mientras calla frente a las violencias estructurales que permanecen vigentes.

II. La constitución creativa del conflicto

En su núcleo, el conflicto denota la tensión natural que emerge en contextos de desigualdad estructural, diferencias de clase y disputas por la distribución del poder y los recursos. Esta confrontación no es un accidente, sino una consecuencia necesaria de la organización social misma, en la que las relaciones de dominación generan antagonismos que inevitablemente se traducen en conflicto. De esta manera, el conflicto es una dinámica inherente a las relaciones sociales ligada a las contradicciones entre intereses, valores o aspiraciones de actores individuales o colectivos.

Desde una orientación dialéctica, el conflicto no es sólo una fuerza disolutiva; es también profundamente creativo, es decir, fecundador. Funciona como un catalizador que impulsa la historia al desestabilizar estructuras rígidas y abrir espacio para transformaciones sociales significativas. Por añadidura, el conflicto que viene acompañado de actos violentos tiene la facultad catártica de superar una condición establecida si es inteligentemente direccionado. En palabras de Marx: «La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva». Marx, K. (2008). El capital: Crítica de la economía política, Tomo I, Vol. 3, trad. Pedro Scaron, Siglo XXI. 1 La violencia se desempeña, pues, como una potencia en el sentido aristotélico, es decir, evidencia por la fuerza las contradicciones internas de una sociedad, y si estas encuentran una resolución, se posibilita un desenlace que, a la postre, aventaja el desarrollo humano. Por tanto, el conflicto no es un impedimento para la estabilidad, sino el mecanismo a través del cual las civilizaciones se reinventan y progresan.

Esta atribución transformadora asociada a la violencia depende de su articulación como violencia organizada y orientada hacia fines claros, en lugar de una explosión espontánea de ira colectiva. La violencia estratégica y consciente tiene el vigor de desmantelar sistemas opresivos, construir nuevas formas de poder y reequilibrar las relaciones de clase. En muchas situaciones, sin un impulso como este las contradicciones sociales permanecerían ocultas, invisibilizando desigualdades e injusticias presentes en un contexto histórico determinado. De esta manera, el conflicto violento es, en última instancia, una manifestación de la lucha clases, un reflejo de una etapa de la historia humana que se define por la confrontación entre quienes detentan el poder y quienes buscan subvertirlo. Este enfrentamiento, lejos de ser una anomalía, es la fuerza vital que empuja al género humano hacia formas superiores de organización social. Así, el conflicto no solamente refleja la condición humana, sino que encarna la promesa del cambio y la superación de las limitaciones impuestas por el statu quo.

III. La violencia como elemento de impulso

Desde las revueltas de los esclavos en la antigua Roma hasta las revoluciones proletarias y anticoloniales del siglo XX, los procesos que han transformado radicalmente las estructuras sociales han estado impulsados por el enfrentamiento directo entre clases con intereses contrapuestos. Lejos de ser un recurso accidental o secundario, la violencia premeditada, estratégica y dirigida ha sido, en muchos casos, la herramienta indispensable para desmantelar sistemas coloniales profundamente arraigados que se sostenían en la explotación, la represión y el control militar de las poblaciones sometidas. Los imperios coloniales se configuraron como máquinas opresoras, diseñadas para extraer recursos y subyugar a las poblaciones locales mediante la fuerza. En este contexto, los métodos pacíficos de resistencia, aunque simbólicamente poderosos, no fueron suficientes para quebrantar la estructura colonial. Fue a través de la violencia organizada que los pueblos colonizados lograron desestabilizar estos sistemas, redistribuir el poder y forjar su independencia.

Tal fue el caso de la Revolución Haitiana (1791-1804), donde los esclavos de Saint-Domingue, encabezados por líderes como Toussaint Louverture y Jean-Jacques Dessalines, utilizaron la fuerza para derrocar no solamente a los colonos franceses, sino también al sistema esclavista más brutal del hemisferio occidental. Haití no se convirtió exclusivamente en la primera república negra independiente, sino también en un símbolo de resistencia violenta frente a la deshumanización colonial.

Lo mismo ocurrió en África con la Guerra Civil de Rodesia (1964-1979), que destaca como un proceso violento que permitió la independencia de la actual Zimbabue del dominio británico. Liderados por movimientos como la Unión Nacional Africana de Zimbabue (ZANU) y la Unión del Pueblo Africano de Zimbabue (ZAPU), los combatientes llevaron a cabo una guerrilla prolongada contra el régimen de la minoría blanca de Rodesia del Sur. La lucha armada no solo minó la capacidad del régimen para sostenerse, sino que también obligó a las potencias internacionales a apoyar una transición hacia el autogobierno de la mayoría negra. Sin el conflicto armado, el colonialismo habría perpetuado su control político y económico sobre la región.

En Asia, por su lado, la independencia de Indonesia (1945-1949) frente a los Países Bajos ofrece otro ejemplo significativo. Tras la declaración de independencia en 1945, los intentos diplomáticos fracasaron frente a la negativa holandesa de ceder el control. La lucha armada liderada por Sukarno y Muhammad Hatta, junto con la movilización masiva del pueblo indonesio, fue decisiva para quebrar la voluntad del colonialismo neerlandés. La violencia no fue un fin en sí mismo, sino un medio necesario para obtener reconocimiento internacional y autonomía política.

Incluso en el contexto de movimientos más recientes, como la lucha de liberación en Sudáfrica contra el apartheid, las acciones violentas de grupos como el Congreso Nacional Africano (ANC) –a través de su brazo armado, Umkhonto we Sizwe– desempeñaron un papel crítico. Aunque Nelson Mandela es celebrado por su enfoque reconciliador, es importante reconocer que su estrategia incluyó la violencia organizada cuando el diálogo no ofrecía resultados frente a un sistema brutalmente represivo.

Estos ejemplos dejan claro que el conflicto violento no es una opción preferible, pero sí una herramienta indispensable cuando las estructuras de poder niegan toda posibilidad de cambio pacífico. Las palabras y las negociaciones sólo tienen peso cuando están respaldadas por la capacidad de imponer costos reales a los opresores.

En contextos donde los sistemas políticos, económicos o sociales se construyen sobre la exclusión, la represión o la explotación sistemática de sectores enteros de la población, la posibilidad de alcanzar acuerdos genuinos se convierte en una ilusión peligrosa. Estos sistemas no solamente perpetúan desigualdades estructurales (distribución desigual de la riqueza, discriminación racial y étnica, segregación educativa, subrepresentación política, desplazamiento forzado, etc.), sino que también se sostienen activamente en ellas, utilizando mecanismos de control que niegan cualquier apertura real hacia el diálogo o la transformación. La negociación en tales circunstancias es intrínsecamente desigual, pues quienes ostentan el poder parten de una posición de privilegio que les permite dictar los términos y límites del diálogo. Esto, además de despojar a los sectores marginados de la posibilidad de influir en el proceso, refuerza la narrativa de que el estado de las cosas es inamovible y las demandas de justicia son inviables. El resultado es un «diálogo» que, en esencia, sirve para legitimar estructuras opresivas y desactivar la resistencia, sin alterar las bases mismas de la exclusión o la explotación. Además, la represión sistemática –ya sea mediante la violencia directa o a través de formas más sutiles de coerción, como la criminalización de la protesta o la manipulación mediática– reduce aún más el margen para el acuerdo. Un sistema que utiliza la fuerza para silenciar a sus críticos o neutralizar a sus opositores no busca consenso, sino la preservación de su hegemonía. En este sentido, cualquier intento de diálogo en condiciones tan desiguales no puede ser considerado un proceso legítimo de resolución de conflictos, sino una estrategia para mantener el poder.

IV. La dimensión ética de la violencia

Aunque a menudo se considera intrínsecamente negativa, la violencia plantea una profunda cuestión ética al situarse en la intersección entre la moralidad y la necesidad histórica. Max Weber, en su famosa conferencia La política como vocación, dictada en 1919, distingue entre la «ética de la convicción», basada en principios absolutos, y la «ética de la responsabilidad», que evalúa las acciones según sus consecuencias. Aplicada a la violencia, esta distinción es importante: un análisis ético no puede centrarse exclusivamente en el acto violento en sí, sino en su contexto, intencionalidad y resultados. En situaciones donde el diálogo está clausurado y las estructuras de poder prolongan las desigualdades vigentes, la violencia organizada es moralmente defendible si está orientada hacia un fin mayor de justicia y emancipación.

La clave para entender la ética de la violencia reside en su carácter instrumental y estratégico en relación a la lucha de clases, es decir, en reconocer a qué intereses de clase responde en última instancia esa violencia. A diferencia de la violencia espontánea o visceral, que tiende a ser destructiva y descontrolada, la violencia planificada se orienta hacia objetivos concretos, como la redistribución del poder o la construcción de un nuevo orden de las cosas (la toma del poder). Este tipo de violencia no responde al deseo de venganza ni al caos, sino a una lógica política que, bien direccionada, buscaría revolucionar sistemas sociales que se cimentan sobre el abuso. La pregunta crítica no es simplemente si la violencia es aceptable, sino si es posible construir una ética de la violencia que reconozca tanto la necesidad de confrontar la opresión como los riesgos inherentes al uso de la fuerza. Esta ética de la violencia debe estar profundamente anclada en la responsabilidad hacia los fines que persigue para no volcarse hacia una violencia destructiva incapaz de generar un sistema social superior.

Por otro lado, existe un idealismo moralista que condena toda forma de violencia, sin importar el contexto o las circunstancias, lo cual revela una visión simplista y deshistorizada de los conflictos sociales. Al adoptar un criterio absoluto contra la violencia, se ignoran las dinámicas de poder que reproducen asimetrías sociales y que constriñen a las clases subalternas, y se delega a los oprimidos la responsabilidad de alcanzar justicia a través de métodos que, en muchos casos, son sistemáticamente invalidados o reprimidos. Además, el moralismo idealista a menudo romantiza el diálogo y el consenso como únicas vías legítimas de cambio, ignorando que estas herramientas son ineficaces cuando las partes en conflicto parten de posiciones abismalmente desiguales. En última instancia, esta perspectiva falla al no considerar que la violencia, en ciertas circunstancias, puede ser no solamente una respuesta legítima, sino una obligación ética para las clases oprimidas. Se trata de una postura que termina por convertirse en una aliada involuntaria de las fuerzas resueltas a eternizar su dominio, al reprobar toda forma de violencia sin distinción.

V. Contra la paz de los cementerios: crítica a los apóstoles del sosiego

Los movimientos pacifistas que insisten en la no violencia como único camino hacia la justicia social, corren el riesgo de volverse funcionales a los intereses de las clases dominantes, ya que el diálogo y las protestas simbólicas son fácilmente absorbidas y neutralizadas por sistemas que controlan las estructuras de negociación y represión. Aunque suelen presentarse como éticamente superiores, dichas estrategias a menudo resultan insuficientes frente a la brutalidad de un orden edificado sobre la tiranía.

Un ejemplo emblemático de esta narrativa incompleta es el caso de Mohandas K. Gandhi y la independencia de la India. La imagen popular de Gandhi como el líder que liberó a la India exclusivamente a través de la no violencia y la desobediencia civil es un mito que oculta la complejidad del proceso histórico. Detrás del éxito del movimiento de independencia hubo levantamientos armados como los liderados por Subhas Chandra Bose y el Ejército Nacional Indio, además de las insurgencias regionales que desestabilizaron el control británico. Estas acciones violentas, aunque marginadas en el relato oficial, jugaron un papel crucial al presionar al Imperio Británico y hacerlo insostenible en términos militares y políticos.

Al ignorar estas dinámicas, los movimientos pacifistas contribuyen a una narrativa idealizada que despoja de agencia a quienes optaron por la lucha armada como estrategia legítima de liberación. Este reduccionismo, además de distorsionar la historia, refuerza la idea de que la resistencia pacífica es la única vía moralmente aceptable, deslegitimando otras formas de lucha que, en muchos casos, han sido indispensables para alcanzar la emancipación. Las posturas pacifistas, aunque bien intencionadas, tienden a despolitizar las luchas sociales, dejando intactas las bases del sistema que pretenden desafiar.

Lo mismo ocurrió con la defensa a la no violencia de Martin Luther King y el movimiento por los derechos civiles. Aunque crucial para visibilizar las injusticias raciales y lograr avances significativos, se basó en una estrategia que, en última instancia, dependía de apelar a la conciencia moral de un sistema diseñado para perpetuar la opresión racial. Este enfoque, centrado en la conciliación y el diálogo, fue limitado al operar dentro de los marcos legales y políticos establecidos por el mismo sistema segregacionista, lo que lo hacía vulnerable a ser cooptado y absorbido sin transformar significativamente las estructuras de poder que sostenían el racismo norteamericano. En contraposición, movimientos como las Panteras Negras representaron una postura más confrontativa, al reconocer que la opresión racial no podía ser desmantelada apelando únicamente a la moralidad de los opresores. A través de la autoorganización, la resistencia armada y programas comunitarios que desafiaban directamente al Estado, las Panteras Negras ofrecieron una alternativa radical que no solamente denunciaba el racismo sistémico, sino que también planteaba un modelo de autonomía y autodefensa frente a la brutalidad policial y las desigualdades económicas.

La narrativa dominante ha favorecido como una vía moralmente aceptable el pacifismo tanto de Gandhi como de King, mientras demoniza a los movimientos más radicales, caricaturizándolos como violentos y peligrosos. Sin embargo, fue precisamente la existencia de estas posturas militantes lo que ayudó a presionar a las clases dominantes para que aceptaran las demandas provenientes de la rebelión, por temor a que la alternativa fuera una resistencia armada más generalizada. Este contraste evidencia que el progreso en términos anticoloniales y de derechos políticos, sociales y laborales no fue solo el resultado de la no violencia, sino de un panorama más amplio de lucha en el cual la amenaza de la lucha armada desempeñó un papel importante como catalizador de cambio. Así, el pacifismo, convertido en dogma, invisibiliza las complejidades históricas y sociales de las luchas por la liberación, promoviendo una moralidad que no desafía las estructuras de poder, sino que las consolida al exigir pasividad ante la violencia estructural. Adoptar esta perspectiva implica aceptar que las víctimas de la opresión deben continuar soportando su sufrimiento en nombre de un ideal moral que elude enfrentar las raíces profundas de su tragedia.

En contextos contemporáneos, el pacifismo ha servido como una barrera para el cambio efectivo en luchas sociales donde la represión estatal o corporativa es implacable. Un ejemplo claro es la respuesta de muchos movimientos climáticos que se han centrado exclusivamente en tácticas tímidas como bloqueos o manifestaciones simbólicas. Aunque han logrado generar atención mediática, su enfoque ha sido incapaz de confrontar de manera efectiva a las grandes corporaciones y gobiernos responsables de la crisis climática, quienes fácilmente neutralizan estas acciones sin cambiar sus políticas fundamentales.

Otro caso es el movimiento por la justicia racial en Estados Unidos, donde protestas pacíficas como las lideradas por Black Lives Matter han sido instrumentalizadas para mostrar un compromiso superficial por parte de las instituciones, mientras el racismo estructural y la brutalidad policial persisten sin transformaciones reales. Estas iniciativas moderadas han sido recibidas con gestos simbólicos, como la remoción de estatuas o declaraciones públicas de apoyo, pero pocas reformas al sistema de justicia las han seguido.

En ambas coyunturas, el pacifismo, aunque moralmente apelativo, se enfrenta al límite de su capacidad para alterar estructuras de poder que no ceden ante simples demandas. Sin una confrontación más directa y estratégica, estos movimientos arriesgan prolongar la ilusión del cambio mientras las raíces de la injusticia permanecen intactas.

VI. Consideraciones finales

Reconocer el papel fundamental del conflicto en los procesos de transformación social no es solo un acto de honestidad intelectual, sino una obligación ética y política. A lo largo de la historia, el conflicto ha demostrado ser la fuerza motriz que desestabiliza estructuras de poder profundamente arraigadas, permitiendo la emergencia de nuevas formas de organización social más equitativas. En este sentido, el conflicto, entendido como una confrontación organizada y estratégica (vinculada a la lucha de la clase obrera y de los sectores sociales históricamente progresistas), debe ser considerado un instrumento legítimo y necesario cuando los canales de diálogo están bloqueados por sistemas de dominación que se nutren del despojo o, más aún, también como forma de revolucionar el orden social y de desplazar a las clases dominantes.

La paz no puede ser entendida como la simple ausencia de conflicto, sino como el resultado de un proceso activo de justicia que enfrenta y transforma las condiciones que generan desigualdad y exclusión. Sin embargo, cuando se idealiza el pacifismo como el único camino moralmente aceptable, se despoja a las luchas sociales de herramientas críticas para desafiar estructuras de poder vigorosas. Este pacifismo absolutista, lejos de ser neutral, se convierte en un aliado silencioso de las fuerzas dominantes.

La historia está repleta de ejemplos que ilustran cómo el conflicto violento, lejos de ser un fin en sí mismo, ha sido un medio indispensable para lograr avances significativos en materia de derechos y justicia social. A su vez, la historia también nos advierte sobre los límites del idealismo moralista, que muchas veces romantiza el diálogo en contextos donde las condiciones de desigualdad hacen imposible un acuerdo genuino. Por ello, abrazar el conflicto como una herramienta para el cambio no significa glorificar la violencia, sino reconocer su papel como fermentadora de progresos en la larga marcha del género humano. Esta postura requiere un compromiso consciente con la justicia y una evaluación rigurosa de los medios y fines de la lucha. Si el camino hacia un orden social superior exige tensión, incomodidad y enfrentamiento, entonces el conflicto debe ser entendido no como una tragedia inevitable, sino como una oportunidad para construir un futuro más digno.

Notas:

  1. Marx, K. (2008). El capital: Crítica de la economía política, Tomo I, Vol. 3, trad. Pedro Scaron, Siglo XXI.