Artículo liberado del «Número 1 de PARA LA VOZ: 100 años de arte y cultura comunista». Puede adquirirse el número en físico escribiendo a contacto@paralavoz.com
Nacida en Córdoba en 1985, vives en Madrid desde hace muchos años. Publicaste tu primer poemario Mi primer bikini (2002) con tan solo 17 años. Entre tus obras podemos encontrar poesía, ensayo y tu primera novela, Las maravillas (2020). Además de autora, eres editora y diriges el sello de poesía La Bella Varsovia. Es un placer para nosotros poder contar contigo para el número 1 de Para la voz.
En tu ensayo Erudición sobre hormigas y rositas: acerca de los libros y las mujeres que los escriben (2023), haces referencia a la posibilidad de cambiar, en las solapas de los libros, la información biográfica: no referirse tanto a quién escribe –lugar y año de nacimiento, libros publicados y reconocimientos obtenidos–, sino a las circunstancias en las que escribe. Cuéntanos, ¿cuáles son tus circunstancias?
Comunes a muchas otras personas de mi generación y de mi clase social… Nací en una familia obrera, sin vínculos con la cultura pero con un respeto enorme por su valor simbólico: implicaba educación, formación, y con ello el acceso a una vida que se suponía más próspera en términos materiales, aunque la realidad les desmintiese. Siempre he trabajado como autónoma en el sector del libro –ahora como editora principalmente, pero antes donde y por lo que me pagaran–, y vivo de alquiler en el barrio de Carabanchel. De siete a nueve de la mañana –antes de empezar mi jornada– me dedico a mi escritura, bien centrándome en el proyecto de ese momento u ocupándome de otros asuntos, como responder a esta entrevista. No describo nada excepcional, sino que se trata de una situación muy parecida a la que viven otras muchas personas que se dedican a la creación, tanto en literatura como en otras disciplinas, sumando también –mujeres casi siempre– la responsabilidad de los cuidados; no es mi caso, y ahí un privilegio mío.
En el mismo ensayo, escribes: «Nuestras circunstancias marcan lo que escribimos, nuestras posibilidades y nuestras decisiones, por mucho que no lo impregnen de manera explícita». Siguiendo esa línea, nosotros compartimos la opinión de que conocer las experiencias vitales de un autor –atravesadas en última instancia por la clase– es fundamental para entender su producción literaria. ¿Crees que esto se refleja en tus obras?
Antes, dos sensaciones contradictorias sobre esa relación entre vida y autoría. La primera es que, ante una creación artística, nuestra reacción inicial siempre tiene que ver con lo emocional: me gusta, no me gusta. Luego racionalizamos nuestra opinión, buscamos argumentos y conectamos con otras referencias, elaboramos un discurso; ahí encaja lo que aporta la información biográfica. La segunda sensación tiene que ver con el hecho de que una obra tiene que sostenerse por sí misma, sin ese andamiaje biográfico, que a mi juicio debe sumar pero no representar el todo; la condescendencia –otra forma de dominación– de que en muchas ocasiones una obra en la que falla el cómo se justifique por el qué.
Al margen de esto, espero que mis circunstancias se reflejen en lo que escribo. En la elección de temas de Chatterton, un poemario sobre las precariedades –laboral, económica, emocional–, y Las maravillas, una novela sobre el dinero, y también en el andamiaje de mis libros: la extensión brevísima de Chatterton, o la estructura fragmentaria de Erudición sobre hormigas y rositas, escrito cuando el trabajo remunerado me lo permitía, por lo general en ese rato inicial de la mañana o algunas noches, al terminar. Y en la voluntad política, sin la que yo no comprendo mi labor como creadora: sin esa reflexión sobre el mundo desde la ideología, que para mí comprende tantas posibilidades.
¿Crees que tiene importancia el género de un autor a la hora de abordar ciertas cuestiones como el matrimonio o la dependencia económica –o las vivencias y reflexiones en general de los personajes–, temas que tratas en tu novela Las maravillas?
Sí y no. Creo que cualquiera, con independencia de sus circunstancias –género, clase, raza, etcétera–, puede abordar cualquier tema; lo contrario anularía la posibilidad de la ficción, de la imaginación. Sin embargo, el punto de vista lo marcan de forma inevitable nuestras experiencias: lo que hemos vivido, cómo lo hemos vivido, definen nuestra ideología y nuestro posicionamiento. Suelo mencionar una novela que me entusiasma, La parábola del sembrador, de Octavia E. Butler; la leí en la traducción de Silvia Moreno Parrado para Capitán Swing. Se trata de una distopía –es decir, absoluta fabulación–, pero las decisiones que toma Butler en cuanto a la trama, los personajes, etcétera, se vinculan con sus circunstancias de género, raza… Sería una novela diferente si la hubiera escrito una mujer blanca o por un hombre negro, porque las circunstancias de escritura de Butler, sus experiencias de vida, etcétera, habrían sido diferentes.
En numerosas ocasiones has dicho que tu novela Las maravillas es una novela sobre el dinero, o más bien sobre la falta de dinero. Por ejemplo, en el propio libro, hablando de María, escribes: «El piso en el que vive es el piso que puede pagar, no el piso en el que le gustaría vivir, y el trabajo que tiene es el trabajo al que puede aspirar siendo quien es, teniendo el dinero que ha tenido. Lo que no ha vivido no lo ha hecho por dinero; por la falta de dinero. Los viajes que no ha disfrutado, los vestidos que ha preferido no comprar, los almuerzos que ha preparado en casa para Pedro y para ella con tal de ahorrar un poco. El dinero que enviaba a su madre no ha bastado para contentar a Carmen; quizá le pareciera poco, quizá no valorase –algún día– que su ausencia se debía justo a eso: al dinero». Cuéntanos un poco más.
El origen de Las maravillas es el capítulo titulado «El reino», en el que se presenta a Alicia –una de las protagonistas– en su primera adolescencia, haciendo un trabajo con unas compañeras. En el borrador ya latía esa tensión de clase entre las chicas. No me senté a escribir sobre un tema concreto, sino que ese interés me acompañaba ya; lo venía abordando en Chatterton, en artículos de opinión… Me interesa pensar sobre el dinero, sobre la manera en la que el dinero que se tiene o que no se tiene define nuestras vidas. Ese fragmento que citáis describe la biografía de María, la otra protagonista, justo por aquello de lo que carece. Es uno de los rasgos de este personaje –una mujer de clase trabajadora–, la certeza de aquello que no se posee, frente a Alicia, desclasada, instalada en la vida que considera que perdió. Y me interesaba pensar sobre el dinero desde personajes femeninos, porque en muchas ocasiones lo universal –los grandes asuntos de la literatura– se identifica con lo masculino, y lo de las mujeres con lo parcial, lo marginal, etcétera. De ahí que plantease una novela sobre el dinero, sobre la clase social –temas que apelan a todo el mundo–, protagonizada por mujeres.
Hablemos de política. Pero no de la institucional, sino de la que hace la clase obrera organizada: en los centros de trabajo, en los centros de estudio, en las asociaciones de los barrios y en los pueblos. En el primer capítulo de tu novela, la misma María, reflexionando sobre su actividad política cuando era joven, le responde a una compañera adolescente: «Nunca me encontré a mujeres como nosotras […]. A mujeres pobres. Incluso para protestar hay que tener dinero». ¿Compartes tú esta opinión?
Por supuesto. A esta reflexión de María la acompaña una enumeración sobre las huelgas y las manifestaciones en las que no participó, pero en las primeras versiones de la novela yo –qué ingenua– describía en afirmativo. No resultaba coherente, porque una mujer con sus circunstancias no podría quedarse sin ese día de sueldo o señalarse ante sus jefes como alguien problemático, así que lo reescribí. El activismo exige tiempo, en cantidad y calidad: muchas horas de disponibilidad, muchas horas con la energía correspondiente. De ahí que las luchas obreras se apoyen siempre en el sacrificio, también en una heroicidad perversísima. En muchas organizaciones sociales, en la política institucional, los lugares de decisión y de poder los ocupan muy a menudo personas de clase alta: disponen de ese tiempo al que me refería, también de contactos, de un dinero que paga su formación y su desarrollo, etcétera. De ahí que en muchas ocasiones haya prioridades verdaderas que se omiten, porque se desconocen, y de ahí que esa acción cívica a la que os referís –y que aparece en Las maravillas con el personaje de María– resulte hoy imprescindible como espacio de resistencia.
Desde 2002 has publicado varios poemarios, recopilados en el libro Un día negro en una casa de mentira (1998-2014), de 2015. ¿Has seguido escribiendo poesía desde entonces? ¿Qué te da la poesía como lectora y como escritora?
No, apenas un par de poemas que no me convencen demasiado; lo intento, pero no logro nada que me interese como lectora. De todas formas, la poesía ocupa el centro de mi relación con la literatura: por obligación, curiosidad o placer, es el género que más leo, y siempre la integro cuando escribo en otros géneros. La entiendo como un lenguaje, un idioma: escribo en poesía, me consuelo, aunque escriba novela o ensayo.
Fundaste y diriges una editorial de poesía, La Bella Varsovia, que ha dado voz a numerosas voces jóvenes de la poesía española. ¿Qué te impulsó a querer ser, además de escritora, editora?
Editamos a voces jóvenes, pero también a poetas de otras generaciones: pienso en Ana Rossetti, también en María Ángeles Pérez López, en la siguiente generación a Alberto Santamaría o Raúl Quinto, por resaltar a poetas con una potente vocación política. Dentro de mis limitaciones, siempre he evitado instalarme en la queja: cuando algo no me convencía, intentaba actuar para cambiarlo. Asistía a recitales poéticos y lo que escuchaba me interesaba más que lo que encontraba en los libros de poesía que encontraba en las librerías, así que decidí que lo publicaría yo; con absoluta ingenuidad, porque no tenía ni idea del trabajo real que suponía –a nivel de administración, distribución, promoción, etcétera– ni sobre todo del dinero que implicaría. Pero con mucho esfuerzo se convirtió en un proyecto sostenible, y hace dos años lo compró una editorial más grande, Anagrama, para la que trabajo como editora externa vinculada a La Bella Varsovia.
Antes de acabar, quisiéramos hablar brevemente de dos figuras muy importantes de la literatura española del siglo pasado. Sabemos que Lorca es una gran inspiración para ti. ¿Qué es lo que te inspira de su obra?
Leí por primera vez a Federico García Lorca en mi adolescencia, cuando me regalaron la antología de la generación del 27 que editó Vicente Gaos para Cátedra. Recuerdo el impacto que me causaron sus poemas. De manera evidente, porque no soy la misma persona con 38 años que con 25 o con 13, en estos años me han inspirado momentos diferentes de su obra, aunque permanece –por supuesto– la riqueza de que un mismo texto te revele matices tan distintos a cada relectura: las lecturas posibles –poliédricas– de «Ciudad sin sueño». De todas formas, siempre me obsesionan Poeta en Nueva York y El público, las obras suyas que prefiero.
El mes de octubre de 2023 fue el 130 aniversario del nacimiento de María Teresa León, una autora que, como tantas, quedó eclipsada por sus compañeros de generación. En su homenaje publicamos en este Número 1 de PARA LA VOZ un cuento suyo. ¿Qué puedes decirnos de ella?
Mi conocimiento de la obra de María Teresa León es mucho menor que el de otras coetáneas suyas: he leído Memoria de la melancolía –espléndido– y La historia de mi corazón, pero no conozco más obras. Me parece importante no ocupar espacios que no me corresponden, y desde luego el de opinar sobre María Teresa León no es el mío… Pero me lo tomo como una excusa para ahondar más en su trabajo.
Eso es todo, muchas gracias por tu tiempo y tu atención. Ha sido un placer para nosotros realizar esta entrevista. Si quieres añadir cualquier cosa más, es el momento:
Quería daros las gracias por vuestra propuesta, por vuestras preguntas –que me han hecho pensar tanto– y por vuestra paciencia.