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Crepúsculo de los bueyes

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ECONOMÍA POLÍTICA

Crepúsculo de los bueyes

05/04/2024
13 min.

I. El ocaso de Octubre

El 26 de diciembre, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se disolvió. El año 91 del siglo XX es considerado el cierre de lo que algunos denominan el «Ciclo de Octubre», iniciado el 7 de noviembre de 1917 con el triunfo de los bolcheviques. El 26 de diciembre del 91, empero, es la fecha acordada, el cierre del «Gran Proyecto» que debía superar el estado actual de las cosas, que debía poner fin a la explotación del hombre por el hombre, que debía barrer con los imperios y disolver las fronteras entre naciones, dando paso a la unión fraternal de toda la humanidad trabajadora. Pero la Unión Soviética cayó, y en el acuerdo tácito «firmado» hoy por los revolucionarios «consta» que, desde entonces, el comunismo ha sido relegado a la categoría de reliquia desagrada.

La realidad es que, para 1991, el comunismo llevaba ya décadas vagando sin rumbo. Al inicio de la década de los 60, la Unión Soviética era poco más que un cadáver que se erigía sobre el osario de la Revolución. Los movimientos antiimperialistas estaban adornados de hoces, martillos y fusiles de asalto de manufactura soviética, pero en ninguno de los territorios en que se impusieron reinaba el socialismo. En la España todavía fascista, ubicada en el mundo «civilizado», en el seno de los países del «occidente», la crisis y deriva del comunismo internacional tenía su expresión política y organizativa en la fragmentación del PCE y la aparición de nuevos partidos. Si el PCE abrazó el eurocomunismo, el PCOE –en 1973– y el PCPE –en 1984– constituyeron sus escisiones de carácter sovietófilo. Hubo excepciones, claro. En 1964 apareció el PCE (m-l), que, aunque supo trabajar en la más inclemente ilegalidad, fue incapaz de adaptarse a las condiciones impuestas por la democracia burguesa. Ya en 1985, y tras la muerte de su secretaria general, Elena Ódena, el partido había entrado en decadencia, desapareciendo en el año 1992. El PCE(r), surgido en 1975, siguió la estela del terrorismo individual de las italianas Brigate Rosse y de la alemana Rote Armee Fraktion. El resultado es por todos conocido. El recorrido del «R» terminó en 2006, los GRAPO fueron disueltos en 2007, y Manuel Pérez Martínez, su secretario general, aguarda la muerte en prisión –como tantos otros militantes– ante la indiferencia del proletariado y la cruel pasividad de sus carceleros.

Entre las grietas del comunismo disgregado crecieron aquellos movimientos que hoy denominamos «parciales». Privado de su partido, utilizado como un juguete pasivo, y relegada su lucha a las reformas económicas, el proletariado abrazó las distintas expresiones del feminismo, el nacionalismo y el reformismo. Pero estas luchas han tenido también su cierre. ETA entregó las armas en 2011, y se disolvió definitivamente en 2018. El Procés, la contraparte institucional catalana al reformismo armado vasco, encontró su explosivo final en el otoño de 2019. Y el feminismo, aunque llegó a ser un movimiento de masas, fue el galvanizador de la pequeña burguesía y la intelectualidad pujantes tras la crisis del 2008, único punto de unión compartido por los representantes de una clase política que se devora a sí misma, es ahora la argamasa de las juntas del Estado. Hoy, el feminismo es el orden, y el reaccionarismo, la «subversión». En medio de este juego macabro orquestado por fuerzas oscuras, el proletariado se arrastra cada día a su puesto de trabajo. Se enzarza contra sí mismo con fuerza inusitada, se degrada física e intelectualmente a un ritmo vertiginoso, y cava la zanja en la que será enterrado sin rechistar. El sepulturero de la burguesía es hoy incapaz de someter a los terroristas al terror. Hoy, más que nunca, el proletariado no es más que mera mercancía, trabajo vivo.

Pero, finalmente, el comunismo está recuperando sus fuerzas, si bien de forma tímida. En los debates que se suceden alrededor del Estado y del mundo, Octubre es puesto a examen con una espeluznante ferocidad, dando lugar a nuevas y prometedoras estrategias. O eso parece. A siglo y medio de la publicación de El Capital, y a cien años del lanzamiento del Imperialismo, la tabula no es –ni puede ser– rasa. La historia de la «guerra de todas las guerras» no es una santería, desde luego, pero el análisis del «Gran Fracaso» requiere respeto y rigor si es que queremos que deje de ser tal cosa. Y la reformulación estratégica, reconocemos, es vital. Pero el problema es que, aunque las novísimas estrategias lo plantean sucintamente, estas siempre se construyen sobre la búsqueda del sujeto revolucionario. Porque el proletariado revolucionario, y esto también se ha convenido, ha muerto. Eso dicen los académicos, y eso dicen también sus adeptos, que camuflan con mayor o menor habilidad, esta afirmación. Aquí surgen, claro, los precariados y los desposeídos. Aquí está también el espacio para el podio del revolucionismo, que reza que solo una parte del proletariado es verdaderamente revolucionaria: el lumpen o el aburguesado, el del «tercer mundo» o el nacional, el «improductivo» o el «productivo». Incluso los hay que tienen la «audacia» de otorgarle este potencial a una porción de las clases subalternas, sean las clases medias proletarizadas, sea la policía. Pero la clase media no es más que un trampantojo ideológico burgués, y la policía solo es capaz de revolucionar los latidos de los apaleados.

Y en aparente choque se presenta la «némesis» de esta tesis, la reivindicación abstracta y folclórica de una «clase obrera» caricaturizada con mono azul y manos grasientas. Una «tesis» no menos liquidacionista que su necesario anverso. La reivindicación vacía del proletariado sin atender al desarrollo de las determinaciones estratégicas concretas que hoy en día constatan su vigencia como clase revolucionaria es un brindis al sol propio de grupúsculos entregados al identitarismo barato, y no de organizaciones verdaderamente revolucionarias. En demasiados casos esta apología inane se extiende hasta el enaltecimiento acrítico de ciertas experiencias y figuras históricas sin rendir las cuentas pertinentes, sin hacer la autocrítica ineludible para que el comunismo vuelva a constituirse como una fuerza histórica real. Todo ello amparándose en la defensa de una, a nuestro parecer, falsa «ortodoxia» tan grotesca como inoperante.

II. Nosotros, los de siempre

Ante tanta confusión, se impone dar un paso atrás y empezar, a nuestro pesar, por el principio. El proletariado es la clase potencialmente revolucionaria en tanto que fuerza antagónica a la burguesía. Lo es, en un sentido «abstracto», porque sublima la explotación en su sentido puro: es libre de no poseer nada, y esclavo para producirlo todo. El proletariado, mediante la toma de los medios de producción y del poder político, barre conscientemente con toda forma de propiedad privada; es capaz de engendrar un nuevo mundo en el que la humanidad no se halla constreñida por los límites de la necesidad, sino que, liberada de ella, puede alcanzar la plenitud. Pero en las traicioneras arenas de la Historia, el proletariado todavía es revolucionario por otra cosa más. Siendo que esta es nuestra primera aportación, encorsetada por el espacio y por el tiempo, y que es ya tradición entre los comunistas la «cita de autoridad», consideramos provechoso agregar aquí unas palabras de Lenin, que expresó con imbatible claridad lo que intentaremos exponer hoy:

La organización capitalista del trabajo social se basaba en la disciplina del hambre, y la inmensa masa de los trabajadores, a pesar de todos los progresos de la cultura y la democracia burguesas, ha seguido siendo, incluso en las repúblicas más avanzadas, más civilizadas y más democráticas, la masa oscura y oprimida de los esclavos asalariados o de los campesinos aplastados, expoliados y vejados por un puñado de capitalistas. La organización comunista del trabajo social, el primer paso hacia la cual es el socialismo, se basa y se basará cada día más en la disciplina libre y consciente de los trabajadores mismos, que se han sacudido el yugo de los terratenientes y los capitalistas. Esta disciplina nueva no cae del cielo ni se consigue con buenas intenciones, sino que nace exclusivamente de las condiciones materiales de la gran producción capitalista, sin las cuales es imposible. Y el portador o vehículo de estas condiciones materiales es una clase histórica determinada, creada, organizada, agrupada, instruida, educada y aguerrida por el gran capitalismo. Esta clase es el proletariado. La dictadura del proletariado, si traducimos esta expresión latina, científica, histórico-filosófica, a un lenguaje más sencillo, significa lo siguiente: solo una clase determinada, a saber, los obreros urbanos y en general los obreros fabriles, los obreros industriales, está en condiciones de dirigir a toda la masa de trabajadores y explotados en la lucha por derrocar el yugo del capital, en el proceso mismo de su derrocamiento, en la lucha por mantener y consolidar el triunfo, en la creación del nuevo régimen social, del régimen socialista, en toda la lucha por la supresión completa de las clases. Vladimir Lenin, «Una gran iniciativa», en Obras Escogidas, Tomo X, (Moscú: Progreso, 1973), p.8. 1

El proletariado, resulta, es también revolucionario por sus mismas condiciones de existencia, consecuencia directa de su «papel histórico». Lo es por el aparato laboral-militar al que es sometido, base de su disciplina. Lo es por la miseria, absoluta y relativa, a la que es arrojado, fundamento de su abnegación. Lo es por el trabajo metódico que realiza, con el que produce el mundo que lo oprime. Él es, indistintamente del tamaño de la empresa en que trabaja o de la nación a la que pertenece, potencialmente revolucionario. Y hoy, el mundo está plagado por él. El verdugo nunca había dispuesto de tantas vidas que apisonar. El proletariado existe, y en grandes cantidades. La Alemania de 1911, la que afilaba las bayonetas y forjaba su artillería, era el hogar de más de 5 millones de proletarios industriales, un 8% de los 68 millones de almas que residían en el país. Y para los comunistas alemanes, la Revolución estaba a la orden del día. En 1914, los burócratas del zar ultimaban las listas de conscriptos. El censo de 1897, el último que la autocracia realizó, resolvía que disponían de poco más de 125 millones de hombres para enviar a la carnicería. Las estimaciones de los estadistas, pero, hablaban de unos cuantos más: unos 175 millones. De entre ellos, solo unos 4 millones eran proletarios. No imaginaban que, tres años después, los soldados volverían del frente contagiados por la enfermedad del comunismo, los obreros paralizarían la producción, y los campesinos alzarían sus horcas contra ellos.

¿Y cuántos proletarios hay hoy en España? De los 47.420.000 habitantes que el país tiene en su haber, 16.835.269 son asalariados. Ministerio de Trabajo y Economía Social, Boletín trimestral del mercado de trabajo – 4º Trimestre 2023. (Madrid: Gobierno de España, 2024). Accesible aquí. 2 Un asalariado, claro, no es lo mismo que un proletario. Por ello, tal vez sea justo arrancar con el proletario odiado y deseado, el de los sueños húmedos rojipardos y el del chivo expiatorio del universitario: el obrero industrial. En diciembre de 2023, 2.097.740 de asalariados, alrededor de un 12,4% del total, alimentaban la industria española. El peón de la industria manufacturera es una de las profesiones con mayor contratación según los «Informes anuales del mercado de trabajo estatal». En la serie del año 2019, ocupa la tercera posición –con 1.990.228 nuevos contratos–; la segunda en los años 2020 y 2021 –con 1.379.520 y 1.678.678 contratos, respectivamente–, y la tercera en 2022 –con 1.313.235 contratos–. Y aunque el obrero industrial no viva ya en la más miserable insalubridad, sigue reuniendo, incontestablemente, las características que hacen de él el elemento potencialmente revolucionario. Percibía, en 2021, un salario bruto medio de 1.641 euros, Instituto Nacional de Estadística, Salarios, ingresos, cohesión social. Accesible aquí. 3 cuyo poder adquisitivo real se ha reducido desde entonces a razón de la inexorable inflación. Trabaja congregado en grandes cantidades en un puñado de empresas, pues ningún «sector» expresa con tanta claridad la tendencia al monopolio como lo hace la industria. En enero de 2024, 1.410.433 trabajadores industriales, el 62,3% de un total de 2.263.724, trabajaba en 6.819 empresas, es decir, aquellas de 50 o más trabajadores. Ministerio de Industria, Comercio y Turismo, Cifras PYME enero 2024. (Madrid: Gobierno de España, 2024). Accesible aquí. 4 Éstas representan, por cierto, un 4,1% del total de 168.811 empresas del sector. Dicho de otra forma: el 62,3% de los trabajadores industriales encuentran su empleo en el 4,1% de las empresas totales. Y aquí todavía falta esclarecer algo más: de estas 6.819 empresas, 5.662, aquellas que cuentan con entre 50 y 249 empleados, son computadas por la estadística burguesa como «empresas medianas». Cerámica Nulense, productora de cerámica valenciana con 200 empleados, produce 34 millones de m2 anuales de suelo cerámico, y es una «empresa mediana». Franciso Gil Comes S.L., nombre que recibe la fábrica del conglomerado Gil Comes, emplea a 126 obreras, casi todas ellas mujeres, en el procesado y empaquetamiento de anchoas envasadas. En 2019, último año del que disponemos datos, la fábrica produjo ventas por valor de 99 millones de euros, engrosando así las ganancias de un conglomerado que posee 4.000 trabajadores en cuatro países.

No nos detendremos más en estos casos, no hoy. Hemos de llegar «al punto», y aunque nos encantaría seguir definiendo el capital español mediante la exposición de CELSA, Navantia o AB Azucarera Iberia S.L., creemos que «el punto» ha quedado meridianamente claro. El obrero industrial, decíamos, trabaja en grandes centros productivos, cobra poco y vive en sitios similarmente hostiles. Pinto a las afueras de Madrid, Sestao en Bilbao, Cornellá de Llobregat en Barcelona, Onda en Castellón. Hormigón tardofranquista, infraestructura deficiente y bares de sol y sombra. De la cama, al coche o al tren. Del ahí, a la fábrica. Y de la fábrica, al coche o al tren. Y vuelta a casa. Vuelta a empezar. Los críos al colegio, los padres, a trabajar. La «enfermedad del alma» que relataba Gorki en su genial novela La Madre sigue, a decir verdad, «corroyendo a las gentes». El «barrio obrero» es un lugar ingrato, si acaso soportable por la sencillez de sus habitantes. Al «barrio obrero» solo se viene a grabar vídeos «virales» o a hacer activismo, y solamente abre los telediarios cuando un hombre asesina a su mujer, o cuando los jóvenes se enzarzan entre sí. Y nuestra clase piensa, avergonzada, que no es así. Los que se lo pueden permitir envían a sus hijos a la concertada, pretendiéndoles un futuro mejor. Poseídos por un racismo refrendado por la competitividad a la que se ven arrojados en tanto que mercancías, nuestros iguales se enfrentan por razones superfluas. Y si los chavales compran móviles caros para aparentar, la administración los culpa por aprovechados, pues los pobres deben hacer penitencia y comer mucho arroz. Y la rueda sigue girando.

No es necesario desgastarse en una fábrica para ser partícipe de esta miseria. El capital ha subsumido ya toda la producción. La producción agrícola es industrial, y los severos métodos que las fábricas vieron nacer en el siglo XIX se han extendido por doquier. En el Mercadona y en el Zara, los trabajadores fichan y son controlados por múltiples capataces, que azuzan a los unos contra los otros. Las broncas se entremezclan con los incentivos, y el aparato de control incluye ahora el rostro «amable» de los recursos humanos.

La producción industrial, la forma de extracción de plusvalor por excelencia, no le es ajena a ningún proletario. Todas las ramas de la producción se sirven de sus métodos. Todas ellas están atravesadas, de forma más o menos virulenta, por las tendencias del capital. Lo fundamental aquí es: ¿cuántos proletarios hay en España? Es difícil de decir. Muchos de ellos no trabajan, y muchos otros lo hacen «en negro». ¿Tal vez sean quince millones? Quizá sean doce, o quizá sean veinte millones. Pero lo que está claro es que España no es un país de PYME, así como el Imperio de los zares era, incluso a las puertas de Octubre, un país de campesinos. España es un país de proletarios, mucho más de lo que lo era la Alemania de Luxemburgo, mucho más de lo que lo era la China de 1936. Los números varían tan anárquicamente como lo hace la producción capitalista, pero la tendencia general es innegable.

III. De nuevo, vientos del pueblo

El problema, pues, no es que no existan proletarios. El proletariado no ha muerto, y la discusión real se encuentra en otro lado, hábilmente escondida bajo análisis de mercadillo. La discusión es sobre la estrategia, una que casi siempre se ampara en las excusas. Si el problema de Octubre era la preeminencia del trabajo vivo, solo hace falta esperar y acumular. Pero no se puede afirmar esto sin concluir que, en efecto, Kolchak y Hitler llevaban la «razón histórica». Si el proletariado de España es inmóvil en su conjunto a razón de su condición de aristocracia obrera, solo es preciso esperar a que China y Rusia ataquen o sean atacadas por Estados Unidos. Y luego, cuando el sol sea opacado por el invierno nuclear, «solo» tendremos que batallar en y por los restos. Los debates que se suceden se leen mejor al revés: la conclusión es el punto de partida del análisis, excusa para justificar un despliegue inmediato. Reaparecen debates ya resueltos en la praxis, y los argumentos de Bauer, Bernstein y Mártov, chapa y pintura mediante, son presentados como la «gran novedad». Stalin es vilipendiado en calidad de anticristo, y Lenin y Luxemburgo son conjugados como una misma unidad. Y el proletariado, claro, no existe ya, o no como antes. Este es el crisol en el que los comunistas deben presentar batalla.

El marxismo no es un sistema «cerrado» a la hegeliana, seguro, pero ello no significa que haya «carta blanca» para pasar por bueno lo que convenga. Y la ilusión de la «apertura», nos tememos, atora el desarrollo real del movimiento que debe anular y superar el estado actual de las cosas. Lo que está a debate aquí no es, en realidad, la existencia del proletariado. Lo que se discute es el fracaso. Más todavía: lo que realmente es motivo de discordia es la excusa para seguir fracasando. Pero los bolcheviques prosperaron en condiciones inenarrables, y la exaltación de las facilidades de su tiempo y el menoscabo de las del nuestro es expresión del liquidacionismo derrotista. Lo que debe estar a debate es la estrategia, una que se enraíce en las condiciones actuales. Aquí, y en ningún otro sitio, se encuentran y se encontrarán nuestras aportaciones. Estamos profundamente convencidos de que nuestras premisas resonarán en los oídos de muchos camaradas. Con la humildad de no hacer novísimas aportaciones y con la convicción férrea de recoger el testigo de una verdad perenne, aunque todavía frágil, nuestra única intención es la de contribuir a unirnos oceánicamente para que, de entre las tinieblas del siglo, vuelva a despuntar el alba.

Notas:

  1. Vladimir Lenin, «Una gran iniciativa», en Obras Escogidas, Tomo X, (Moscú: Progreso, 1973), p.8.
  2. Ministerio de Trabajo y Economía Social, Boletín trimestral del mercado de trabajo – 4º Trimestre 2023. (Madrid: Gobierno de España, 2024). Accesible aquí.
  3. Instituto Nacional de Estadística, Salarios, ingresos, cohesión social. Accesible aquí.
  4. Ministerio de Industria, Comercio y Turismo, Cifras PYME enero 2024. (Madrid: Gobierno de España, 2024). Accesible aquí.