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Cuento: «De muerte a muerte» (María Teresa León) y estudio introductorio

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ARTE, HISTORIA

Cuento: «De muerte a muerte» (María Teresa León) y estudio introductorio

31/10/2023
14 min.

Estudio Introductorio

María Teresa León Goyri era su nombre completo. Lo recibió en Logroño, donde nació un 31 de octubre de 1903. El que sería su 120 cumpleaños (si es que tiene algún sentido hablar de cumpleaños cuando ya es, y hubiera sido, biológicamente imposible soplar velas) es la mejor de las excusas para recuperar algunos retazos deshilachados de su lucha, pluma en mano, puño en alto.

María Teresa León (Isabel Inghirami, por su pseudónimo en algunos escritos en el Diario de Burgos donde colaboraba) publicó su primer libro, Cuentos para soñar, en 1929. Junto al poeta Rafael Alberti, en matrimonio desde 1932, fundó la revista Octubre. Su tercer libro, Rosa fría, patinadora de la luna, estaba ilustrado por Alberti, y sellaba un amor largo y profundo recién estrenado. Ambos conocieron a Maksim Gorki un par de años después, en Moscú, en el primer Congreso de Escritores Soviéticos en 1934. Fueron recibidos por Stalin en el Kremlin: «Sabía bien quiénes éramos. Le habían dicho que Rafael era un poeta español querido por su pueblo, algo así como un Maiakovski. Yo, una mujer».

En esas fechas, con la Revolución de Asturias, viajaron a los Estados Unidos para recaudar fondos para los obreros en lucha.

Colaboró en diversos soportes, con diferente periodicidad, desde diferentes géneros, aunque se revolvía sobre la poesía y el cuento. También sobre el teatro y la novela. Tradujo, editó, guionizó, narró. Hasta que pudo.

Recuperamos «De muerte a muerte» para la ocasión. Un cuento que fue publicado en plena guerra en El Mono Azul, concretamente el 12 de agosto de 1937 en el número 27 de la revista republicana. La publicación, en la que llegaron a participar figuras como Miguel Hernández, Antonio Machado, María Zambrano, Pablo Neruda, Vicente Huidobro o André Malraux, estuvo dirigida por Rafael Alberti y María Teresa León, que la impulsaron durante la contienda con el objetivo de agitar culturalmente a la resistencia antifascista. En este relato, la escritora retrata la angustiosa espera de una madre, que, cargada de dolor y falta de certezas, aguarda la vuelta de los soldados que se han ido al frente. Una madre, vecina de otra, le recrimina a la segunda que sus hijos no estén en la batalla (¿todos volverían, si fueran todos los que tienen que ir?). Y su marido, en la taberna, ¿por qué no va? El relato está saturado de la podredumbre de las imágenes que deja una guerra. Puede leerse:

«Oye; yo herí a aquel; tú mataste mi perro. Es la guerra, es la revolución, es la vida. Dime que me puedo morir». El amigo sintió volcársele en el pecho toda su ternura, vaciarse de amor a un semejante y deseó aquella ingenua muerte. Deseó ser aquel hombre volado por las moscas, resquebrajado ya en el último quicio de la vida, a punto de hundirse con la más hermosa de las muertes.

La madre del relato sabe que el pronóstico cuando un hijo se va al frente está inclinado hacia la muerte. Lo contrario es casi un milagro. Del mismo modo, cuando El Mono Azul comienza a azuzar la batalla cultural antifascista, María Teresa León, urdidora de un romancero en honor a Lorca, sabe que tendrá que salir de su país.

Antes de verse desterrada, participó en la creación de un organismo, auspiciado por la Asociación de Escritores Antifascistas, que trató de salvar obras de arte de los edificios defendidos por la resistencia. Entre el 7 y el 11 de diciembre, María Teresa León tuvo en sus manos el destino de Las meninas, cuadro que fue enviado, junto a otros 64, a Valencia. Se explica que la falta de previsión provocó que la obra pasase por el puente de Arganda por fuera de las ruedas del camión que lo transportaba, suspendido, junto a otra de Tiziano. Por todo ello, fue relevada de su cargo en la junta de incautación. Los aviones alemanes habían bombardeado el Museo del Prado unas semanas antes.

María Teresa León se exilió a Francia. También pasó por Argentina (donde el matrimonio permaneció 23 años y donde nació su hija Aitana) e Italia. Su regreso no pudo ser hasta el 27 de abril de 1977, cuando volvieron a pisar su país 38 años después. Ella ya dudaba de a dónde regresaba: el alzheimer devoraba a la escritora por dentro desde hacía seis años. En 1988, solo once años después de su vuelta, con 85, moriría en un centro de la sierra madrileña. En su epitafio se puede leer un verso de Alberti: «Esta mañana, amor, tenemos veinte años».

«De muerte a muerte» (1937)

Iba a incorporarse. Un hombre cuando se decide a quedar bien en la vida, sin saber por qué, hace el gesto masculino de apretarse el cinturón para sujetarse los pantalones. El «Guinda» se subió los pantalones de pana y se marchó a incorporar. «¡Hijo, es la guerra!»; «Da noticias»; «¡Me moriré!». Todo lo que en aquella ocasión decisiva sonó en sus oídos fueron coplas de mujeres. A los pocos días, en la carretera por donde él se marchó, la hermanilla pequeña, esa que gasta trenzas despeinadas y limpia, quitando, como una mujer, los mocos al pequeño que lleva en las ancas igual que un botijo, decía a los caminantes: «Nuestro hombre está en la guerra».

«¿Cuántos hombres tenéis en la casa?»; «Pues ese»; «¿Quién queda para el campo?»; «Pues, nosotras». La hermanilla sabía bien que si más hubiese habido, más hombres hubiera dado su casa. «La patria llama a los mozos», medio se oía decir a un viejo sentado en una piedra del camino. «¡Jesús! ¡Los moros nos van a derrumbar España!», era la opinión de una vieja. El castillo cerraba el pueblo con sus agudos colmillos al aire. En los balcones del lugar se lucían rótulos y banderas. Las organizaciones colocaban más letreros, sobre todo en ésos que parecen palacios con portales grandes para que entren coches de señoritos o en aquellos que lucen su jardín con rejas pintadas de verde, donde aún se cree ver asomar la señorita que seguía por el «El Hogar y la Moda» las elegantes maneras del vestir ciudadano. En todos estos sitios la mano vengadora del oprimido puso su huella: «¡Eh! ¿Quién sabe escribir con buena letra Comité de Pastores pertenecientes a la U.G.T?» Trajeron al secretario del Ayuntamiento. Temblaba. Todo temblaba aquellos días en el pueblo, menos Judas sacado de la iglesia y plantado en el control con una banderita roja y Cristo, cambiada su corona de espinas por una alegre corona de hojas tiernas de fresno. Era habitual robar estatuas de santos o de cristos para quemarlas. Otros sacaban de sus lugares estas figuras como patrimonio artístico, para protegerlo.1

Se barría el lugar con las iras ocultas bajo los trajes masculinos, esos trajes de pantalón de pana color de miseria parduzca que resisten el agua y los soles para, al final de su vida, endurecerse como panderos antes de ser heredados por los hijos, a quienes se les asientan en las nalgas las costuras mal hilvanadas por la madre. La ira del pueblo hacía levantarse las blusas negras que caen enlutando los cuerpos, como si estos ya tuvieran su destino a la mortaja y al llanto. Estas blusas no se achican para que las hereden los muchachos, porque es costumbre que se vaya de color sufrido, como es el gris hospiciano o el azul que aguanta la lejía. También la ira del pueblo agitaba las faldas y los cabellos oscuros, que parecieron rojos cuando subió el incendio purificando el sitio donde estuvo la cárcel. Tardó en despintarse el rótulo de aquella casa. Cuando se vieron los huesos de las piedras, los vecinos se retiraron a descansar con el corazón ancho abierto a Castilla, que volvía a ser suya por conquista, militarmente, como sus antepasados la poseyeron, palmo a palmo, metro a metro, entre dolores mortales de crecimiento.

Por la carretera se fueron después los voluntarios. El padre de Zoilo, presidente de los cabreros y pastores, se quedó con la cayada temblándole de ansias: «Yo también fui soldado». Durante una sesión explicó a los del Ayuntamiento cómo se hace la guerra en la ManiguaSe sobreentiende que es Cuba. «La manigua» hace alusión a un terreno pantanoso cubierto de maleza. Es una voz latina que alude a un «terreno, generalmente improductivo, lleno de maleza», según el DRAE.2 y por qué la Dehesa Ventera debía ser toda del pueblo y no repartirla con el otro pueblo que quedaba costero. Aquel día se levantó también a hablar un hombre flaco, azulado de barba, los ojos chamuscados de sol. Era uno que también conocía la guerra (había estado en el Tercio), cantaba fandanguillos y picaba tabaco con una navaja de esas que los viajeros compran en la estación de Albacete a los albaceteños de ancha faja negra clavada de reflejos mortales. Discutieron. En los pueblos se discute lentamente, porque lenta pasa la vida. Unos serán de opinión de arreglar primero el pueblo; otros, de arreglar la patria. Allí no se escuchaban más razones que las de los bien barbados; los jóvenes estaban excluidos de la reunión. La loca juventud sacaba los santos de su aislamiento y los ponía en pie de igualdad humana, apeados al fin de los altares o de las alturas, pobremente pálidos de vísperas y sermones de varios siglos. «Guinda» fue quien decidió el asunto. Levantó los ojos, muy abiertos, se descubrió la cabeza con esa cortesía de los hombres acostumbrados a estar entre iguales, y sentenció: «Primero ganar la borrega que repartirse la pelleja». Todos comprendieron. La borrega era la ancha y hermosa tierra de España con sus hombres montañosos y sus venas de agua arañándole la carne hasta dar en el mar. La patria, como decían los más viejos, aquellos que volvían con traje de rayadillo de las colonias y un canuto con la licencia absoluta.Se alude a soldados repatriados de las guerras coloniales como la de Cuba o Filipinas, que recibían una licencia de cartulina en una especie de canuto de lata. Así, la expresión «dar el canuto» equivalía a tener licencia como soldado.3 Los viejos desgraciados que sirvieron al rey y nunca a su patria, los que limitaban la patria a votar con el candidato que ofrecía y no daba, a marchitarse esperando la breve fortuna de una cosecha, los que morían sobre la tierra aguardando sentados la propia. Tierra de relente para los que la vigilan y la parten y la fecundan. Tierra de cementerio, vendida a palmos y no a hectáreas ni a fanegas. Tierras de pan morir y no de pan ganar, tierras de otros. La patria comienza hoy. La patria empieza el 18 de julio.

«Guinda» se sacudió los dedos de los pies, la planta, los tobillos, metió el todo en un lebrillo, donde la hermanilla puso hierbabuena, y el agua se coloreó de llanura. El jabón, veteado de azul, fue refrotado por las piernas peludas de pastor de cabras, piernas terminadas en esa pezuña callosa del que solo conoce los montes, con polainas de pelo como líquenes de peña subidos hasta la ingle. La hermanilla cambió dos veces el agua del lebrillo muy seria, asistiendo al lavado precursor de la vela de armas, hosca entrada en vida fruncido el ceño, como había comprendido que es necesario hacerlo los días de duelo, de amor o de marcha. «El Guinda» sería el primer mozo que marchase a conquistar la borrega, que fuese a la guerra para evitar mayores males, daños como esos de los que daban cuenta los periódicos. Los periódicos que traía la hermanilla y que eran tirados por las portezuelas de los coches ligeros que arrancaban de raíz las casas del pueblo a llevar órdenes, noticias, milicianos. Todas las vecinas se reunieron en la cocina de la madre mientras «Guinda» acababa de dominar aquellos pies callosos. «Criar hijos ya se sabe que es penar». «No se aflija; algunos soldados vuelven». «La Asociación, ¿le dio permiso?». La madre, al comienzo de la visita, aguantó con esa gentileza campesina que se acentúa los días de pésame; al final, dio un respingo: «Que vuelven, que vuelven… Si fuesen todos los que tienen que ir, volverían antes». «Si lo dice por mí, aún los tengo pequeños». «Sí, pero tu marido en la taberna, el día y la noche. ¿Crees que no sabemos que la mañana que nos dieron la iglesia se bebió las vinajeras?».

«Guinda» estaba listo. Salió y el corro se fue dispersando por el pueblo. Su tía lo llamó aparte: «Hijo, aunque ya sé que eres incrédulo, préndete esta medallina contra las balas y la metralla… La llevó tu tío cuando libraron la de MontejurraZona montañosa navarra donde se sucedieron dos importantes batallas durante la primera y la tercera guerra carlista.4 y le preservó». «Guinda» tuvo como un vuelco en el interior de su pecho. ¿La rechazaría? ¿Y si le traía la mala el hacerlo? La tía lo besó entre las cejas, luego en el pelo, después en las dos sienes. «Guinda» la dejó hacer. Notó que le hacía la cruz y no la detuvo. ¿Y si esto le acarreaba la suerte? Después, la tía humedeció la punta de sus dedos, y con las yemas aldeanas, rasposas de ir al escardeo, ungió levemente los párpados del mozo. «Para que no veas venir la muerte». Después le santiguó la boca. «Para que nunca vendas a tu patria ni con la acción ni con la palabra». «Guinda» vio un rayo cruzarle las entretelas de los ojos. No había pensado en la muerte. Pero un voluntario debe pensar en la muerte. «Tía, ¿usted vio al tío-abuelo muerto?». «Oye hijo, te meto la camisa del padre y seis pañuelos de hierba. Te ponemos medio chorizo que trajo la Carmen». La madre hablaba de la vida; la tía, de la muerte. El pueblo, flexible de banderas, seguía rotulando las casonas con enormes letras rojas o negras. «Guinda», cuando echó a andar, se alzó los pantalones y se apretó el cinturón como cuando los hombres se deciden a quedar bien en la vida. Pensó con desprecio en los que se repartían en la Asociación y en el Ayuntamiento la piel de la borrega antes de ganarla y se fue a pelear por la patria, como deben hacerlo los hombres.

Así habló en el 5.º Regimiento Cuerpo militar formado por milicias populares y organizado por el Partido Comunista; tenía como órgano de difusión El Mono Azul, revista en la que sería publicado este cuento de María Teresa León.5 cuando le interrogaron. Su voz sonó a llanura feudal. La cabeza despejada miró la cúpula de la torre de los Salesianos; después el patio. A esas horas estarían los mozos con los brazos doblados bajo la nuca contando las nubes; la hermanilla, preparando las sopas al más chico; la madre, aguardando su vuelta sentada en el banco de madera que él compró en San Clemente, banco de madera de pino, con tina colchoneta de flores, y delante una mesa que hizo el padre, y donde grababan a punta de cuchillo las fechas de los nacimientos. Tuvo miedo de no entenderse con aquellos hombres cuerpo a tierra manejando un fusil imaginario, con aquellos otros que se agrupaban a escuchar palabras que no oyó nunca.

Si me quieres escribir
ya sabes mi paradero…Es el inicio de una canción popular en la zona republicana durante la guerra.6

Hasta la noche vagó por el patio. A esa hora encontró un amigo. Partió su pan con un perro de esos que dejan la casa porque los atrae, como a las mujeres ventaneras, las bandas de los regimientos. Acercó a sí al perro cuartelero de lanas rizadas canelas y blancas. A aquella hora de la noche sólo funcionaría en su pueblo el control, con las escopetas de caza dispuestas y la linterna del empleado de arbitrios para leer los papeles. A aquella hora primera, cuando la novia sale al zaguán o deja la trampilla de la cuadra alzada para que él entre y confunda para siempre el olor del amor y el del estiércol. Hora cuando poco a poco todo se vacía, se esconden, se evaden los campos y cruza el cárabo con un lamentar de pastor sobre los techos de las tenadas.

El perro se arrebató a ladrar. «No tengas miedo, no muerde». Pero mordió. El miliciano herido sacó la pistola y lo tendió a los pies del «Guinda», despanzurrado, como una vejiga desinflándose, con los pelillos canela y blanco inservibles de sangre.

«Te he quitado un amigo. Aquí tienes otro». Según Gregorio Torres Nebrera, investigador de la obra de María Teresa León, aquí tenemos una referencia a Niebla, una perra que aparecía en anécdotas de León y Alberti. El poeta le dedica un par de poemas. Una estrofa de «A Niebla, mi perro» (1938), dice así: «”Niebla”, mi camarada, / aunque tú no lo sabes, nos queda todavía, / en medio de esta heroica pena bombardeada, / la fe, que es alegría, alegría, alegría».7 Y le tendió una mano ancha, de dedos macizos, amplios de base, comidos de uñas, como los suelen tener los forjadores.

«Guinda» durmió aquella noche soñando con perros muertos, con salivilla de tías ancianas, arropado por fusiles, inquieto con lo que habría de hablar al día siguiente para contestar que no sabía leer, y que para nada de utilidad podría serle aquel papel de instrucciones que había recibido.

Con la mañana, el perro apareció en medio del patio, con la panza rosada llena de sol y las cuatro patitas al cielo; pero también apareció su amigo. El amigo que lo acompañaría en el largo tiempo de un año.

* * *

«Guinda» volvió a sentir una bocanada de sangre en la boca. Ya no era el pueblo, ni la hermanilla esperándole en los caminos que vuelven de la guerra. Sólo quedaba, casi sensible a las palmas de sus manos resecas de fiebre, el amigo. ¡Cabrón! Él tuvo la culpa de que lo expulsasen del partido. Sobre la frente goteada de ese sudor pegajoso que da la extrema vida de los agonizantes, caía el sol recortado en hojas de chopo, ligeras al viento como corazones. Había un ruido de fuente que hacían los trigos. Eso le aumentaba la sed. Pasaron unas mujeres que se inclinaron como si fuesen a recoger una moneda para llenar sus ojos atónitos del color de la sangre viril. Seguía con la vida en un hilo, trepándole como una araña. ¡Cuántas veces sujetó con gesto masculino sus pantalones y se lanzó al ataque! ¡Cuántas veces durmió con un solo ojo preocupado por las letras de la cartilla! Bailaban las letras de todos los colores entre sus párpados. El amigo se había empeñado en que aprendiese a leer. Lo había zarandeado hasta que le hizo comprender con claridad toda la turbia guerra que le llenaba de fango los tobillos. Su fusil tuvo un cerebro. «El Guinda» combatió despreciando más que nunca a los que en su pueblo se repartían la borrega antes de ganarla. «¿Dónde está mi fusil?». No se pudo mover. «Algún cochino italiano he matado. ¿Por qué me han excluido del partido? La medalla de la tía tiene la culpa». Le roía un animal extraño el tórax y le resbalaba luego por el cuerpo. La infinita soledad comenzaba a cubrirle los párpados. No era dolor físico, sino moral. «¿Por qué me han echado? Bebo, bebo; claro que sí que bebo. Pegué un tiro en la taberna. Me han dejado solo. ¡Agua!». No estaba solo. Varios heridos aguardaban la llegada de la ambulancia. Pasaban camiones cargados de soldados hacia el frente. El combate se sentía crujir por las entrañas de la tierra. Los soldados apretaban los dientes sin cantar. Tenían miedo de no tener bastante ira para disparar sobre los enemigos. Algunos hacían ejercicios de memoria recordando las prisiones, el hambre, los desprecios. Era una guerra de clases y estaban frente a frente, los pies descalzos y los generales cubiertos de medallas. «Hay que conquistar la borrega», gritaba delirando el «Guinda» a las ruedas de los camiones. Se había olvidado de lo que aprendió en doce meses y se unía a la tierra, a los trigos, complacido del año de bienes que tendrían las trojes. «Hay que salvar la patria, muchachos», deliraba. Había olvidado el lenguaje del amigo con su precisión política para que los problemas tuvieran su justa medida. «Morimos por los pobres del mundo», quiso decir; pero se llenó de lágrimas su cara como pan quemado, comprendiendo que moría por su pueblo, por sus campos, por aquellas casas raquíticas de adobes que un día se pusieron flexibles de banderas; que moría por el pozo de su casa, y por las palomas del palomar, y por el carro que compraron en Cuenca, y por la silla donde su madre se sentaba, y por el hermanillo que nació cuando la Concepción. Comprendió, como si un río se precipitase en la poca ánima que quedaba en su pecho, que era un campesino atado a la tierra española de ancha y hermosa frente. Y comprendió que no vería más, nunca más, las yuntas del pueblo, ni la iglesia ennegrecida, ni el Judas con banderín rojo en la carretera, ni el Cristo coronado de tiernas hojas de fresno, ni la madre. No se quiso morir, y con la misma voluntad del roble que busca el viento, se incorporó en la camilla. Pasaba el amigo.

Por la carretera pasaba el amigo dando órdenes a un grupo de fusileros. Cuando vio al «Guinda» se detuvo. La mano del «Guinda» agarró la ancha mano de forjador, con sus dedos macizos, anchos por la base. «¿Verdad que no me han expulsado del partido?». La muerte comenzaba a recorrerle los pies. «Mira; estoy ya como si me hubiesen plantado en la tierra. Echaré pronto hojas». El amigo dudó, quiso irse. Era un mal ejemplo el que daba quedándose allí con un expulsado del partido que había herido a un compañero en riña, que no comprendía los deberes políticos de un buen militante. «Oye; yo herí a aquel; tú mataste mi perro. Es la guerra, es la revolución, es la vida. Dime que me puedo morir». El amigo sintió volcársele en el pecho toda su ternura, vaciarse de amor a un semejante y deseó aquella ingenua muerte. Deseó ser aquel hombre volado por las moscas, resquebrajado ya en el último quicio de la vida, a punto de hundirse con la más hermosa de las muertes. Muerto de fe. El amigo, el hombre de la pistola en la cintura y el trabajo ilegal y la burla constante y el quiebro de rodillas al policía envidió la serena paz del combatiente por la tierra y estuvo a punto de quejarse porque él no había conseguido tener nunca tierra, ni pueblo, ni casa, ni descanso. Arrodillado junto a la camilla del «Guinda», se dijeron aún cosas infinitas: «Yo muero por los pobres del mundo. ¿Es así como te gusta oírme hablar? Camarada comisario: ¡cuánto me has hecho quebrar la cabeza para capacitarme!… Dame mi carnet. Devuélveme mi carnet». El amigo sacó de la cartera militar su propio carnet rojo, su vieja ejecutoria revolucionaria, y lo colocó entre los dedos del «Guinda». El «Guinda» abrió las pupilas otra vez a la luz de la patria. Debió de pensar en su madre o en la definitiva presión de la tierra. El amigo seguía inventando suavemente, como si estuviese delante de una cuna relatando la historia del héroe que poco a poco entraría en los romances y en las guitarras. Poco a poco se le acabó la voz. No era necesario arrullar a la muerte. El «Guinda», campesino español, no volvería a hacer el gesto masculino de apretarse los pantalones antes de entrar en la batalla.

Notas:

  1. Era habitual robar estatuas de santos o de cristos para quemarlas. Otros sacaban de sus lugares estas figuras como patrimonio artístico, para protegerlo.
  2. Se sobreentiende que es Cuba. «La manigua» hace alusión a un terreno pantanoso cubierto de maleza. Es una voz latina que alude a un «terreno, generalmente improductivo, lleno de maleza», según el DRAE.
  3. Se alude a soldados repatriados de las guerras coloniales como la de Cuba o Filipinas, que recibían una licencia de cartulina en una especie de canuto de lata. Así, la expresión «dar el canuto» equivalía a tener licencia como soldado.
  4. Zona montañosa navarra donde se sucedieron dos importantes batallas durante la primera y la tercera guerra carlista.
  5. Cuerpo militar formado por milicias populares y organizado por el Partido Comunista; tenía como órgano de difusión El Mono Azul, revista en la que sería publicado este cuento de María Teresa León.
  6. Es el inicio de una canción popular en la zona republicana durante la guerra.
  7. Según Gregorio Torres Nebrera, investigador de la obra de María Teresa León, aquí tenemos una referencia a Niebla, una perra que aparecía en anécdotas de León y Alberti. El poeta le dedica un par de poemas. Una estrofa de «A Niebla, mi perro» (1938), dice así: «”Niebla”, mi camarada, / aunque tú no lo sabes, nos queda todavía, / en medio de esta heroica pena bombardeada, / la fe, que es alegría, alegría, alegría».