Artículo liberado del «Número 1 de PARA LA VOZ: 100 años de arte y cultura comunista». Puede adquirirse el número en físico escribiendo a contacto@paralavoz.com
I. Introducción
«Una noche nos contó el escritor Brik que en los tiempos angustiosos de la intervención extranjera y de la guerra civil [1917-1922], Maiakovski había ido echando al fuego, para calentarse, uno a uno los libros de su biblioteca. Leían algún capítulo curioso, o que no querían olvidar, y luego arrojaban el amigo a las llamas… Volvíamos la cabeza, mirando las paredes. En nuestro entorno se alineaban miles de libros. Rieron de nuestro asombro».
El 17 de agosto de 1934 se inauguraba, en Moscú, el Primer Congreso de Escritores Soviéticos. A él asistieron como invitados María Teresa León y su marido, Rafael Alberti, ambos escritores y comunistas. Ella escribió una serie de crónicas para el Heraldo de Madrid, uno de los periódicos republicanos más importantes de la época, en las que narraba su viaje por la URSS y su experiencia en el Congreso.
El libro El viaje a Rusia de 1934 y otros recuerdos soviéticos, editado por Ángeles Ezama Gil para la editorial Renacimiento, recopila los artículos de María Teresa León escritos en su viaje de 1934. Esta antología incluye también otros artículos suyos escritos entre 1935 y 1953, este último el año de la muerte de Stalin, en el que dedica un artículo a rememorar su experiencia con el dirigente soviético, con quien pudo reunirse durante dos horas y cuarto.
Esta antología es de sumo interés por muchas razones. Si tuviese que destacar dos, diría: primero, para poner en valor el trabajo –literario y militante– de una autora tan destacada como María Teresa León que, por desgracia, ha quedado a la sombra de su marido. Segundo, y no por ello menos importante, para acercarnos de primera mano a una visión de la Unión Soviética poco conocida hoy en día: no esa imagen gris, tosca, violenta, que se suele identificar con la URSS, sino una imagen viva, joven, dinámica, esperanzadora, de un mundo nuevo que estaba en construcción.
No es mi intención en este artículo realizar las pertinentes críticas al complejísimo proceso de construcción socialista en la URSS o a sus distintos dirigentes, sino exponer aquello que León nos muestra en su día a día y, de este modo, intentar que el lector hostil con nuestra propia historia, esto es, la historia del movimiento obrero revolucionario, pueda en cierta manera acercarse a la experiencia soviética con otros ojos. Una historia tan compleja y tan rica como es la del movimiento comunista internacional del siglo pasado y la de la Unión Soviética es demasiado valiosa como para simplemente desecharla y pretender construir hoy, desde cero, de nuevo, un movimiento emancipador. Por el contrario, en mi opinión, se trata de abordar la historia de nuestra tradición revolucionaria desde las distintas facetas y formas en las que esta se expresó, sin caer en aquellos dogmatismos que, acríticamente, defienden todo nuestro pasado para repetirlo al pie de la letra, ni en aquellos otros dogmatismos que, supuestamente antidogmáticos, realizan una crítica acrítica a la experiencia socialista del siglo pasado.
Se quejaba Maiakovski en su artículo «Desde el cielo a la tierra» (1923), publicado en este mismo número, de la expresión «el hilo rojo» de la historia. Pues bien, yo soy un firme partidario de esa idea: recojamos el extenso hilo rojo que tiene nuestra historia y tejamos con él nuestro porvenir.
En fin, espero que la lectura de este artículo permita al lector acercarse tanto a la figura de María Teresa León, en cuya escritura late su ternura y se percibe, como en el tacto, su corazón honesto y cálido, como a la experiencia soviética desde una perspectiva novedosa, optimista, de una escritora militante y comprometida con la lucha de la clase obrera y que ve cómo ante sus ojos se levanta una nueva civilización.
II. Impresiones sobre la vida común en la Unión Soviética
La primera vez que María Teresa León pisó la Unión Soviética fue en 1932, también con su compañero Alberti. En un artículo de 1941, «Los hombres del país de la nieve», León recuerda su primer viaje a la URSS:
¿Estábamos como pretendía el resto europeo, en otro mundo? Cuando regresábamos al hotel comentábamos llenos de agitada ternura nuestros descubrimientos. Por ejemplo: En Berlín nos habían asegurado que jamás nos dejarían andar solos por las calles. La verdad fue muy distinta. No íbamos únicamente solos, tropezando y resbalándonos, con riesgo de la vida, entre tranvías y trineos, sino que hasta nos perdíamos, y al interrogar con el dedo índice en una tarjeta el camino del hotel, nos acompañaban, manoteándonos amistad, explicándonos a gritos incomprensibles, chapurreándonos, a veces en francés o alemán, su contento al sabernos forasteros oriundos de España. España tiene para los rusos un atractivo romántico.
Cuando, en 1934, vuelve al país de los soviets, León se sorprende del rápido desarrollo del país:
Dos años de progresos [1932-1934] separan lo que yo vi de lo que veo ahora. En dos años Moscú ha cambiado de traje. «Es el plan quinquenal», nos dicen sonriendo enseñándonos una corbata. «¡Del Plan quinquenal!», nos repite una muchacha, enseñándonos sus medias de seda, «¡Del Plan quinquenal!», y nos señalan los escaparates de los almacenes, llenos de mercancías: cacerolas, infiernillos, perfumes, trajes, sombreros, frutas, flores, que los periódicos antisoviéticos pronosticaron, pesimistas, que los ciudadanos rusos no tendrían nunca.
La producción planificada, característica de los países socialistas, estaba dirigida por los planes quinquenales, que orientaban la industria hacia una serie de objetivos establecidos. En este momento, la Unión Soviética se veía por completo inmersa en su Segundo Plan Quinquenal (1933-1937) que, aún centrado en el desarrollo de la industria pesada ante la creciente amenaza nazi-fascista, tenía también como uno de sus objetivos una mayor producción de bienes de consumo y la mejora de las condiciones de vida de la población: «El bienestar se advierte en los almacenes, repletos de mercancías, y en las calles, llenas de flores»; «Esta es una de las grandes novedades de Moscú. “Tenemos de todo”».
León destaca también, en numerosas ocasiones, la amabilidad, la fraternidad, la camaradería del pueblo soviético:
La confianza entre los hombres es una característica de este país. Se hablan con confianza. No miran recelosos al presentado ni le enseñan los dientes para devorarle cuando vuelve la espalda. Las relaciones humanas se han acentuado a través de la lucha y el trabajo. Aquí no se piensa en qué clase social encasillar la amabilidad con el presentado. La mano se tiende a todas las manos […]. En la calle y en el teatro y en todos los sitios de reunión se siente esta igualdad moral de los hombres.
III. El Congreso de Escritores Soviéticos
El Congreso de Escritores Soviéticos, celebrado entre el 17 de agosto y el 1 de septiembre de 1934, fue uno de los eventos culturales más importantes de la historia soviética. En él participaron alrededor de 600 delegados y más de 40 invitados extranjeros. Los periódicos hacían un seguimiento exhaustivo de los debates que se daban en el Congreso, y en la radio se emitían algunas intervenciones. «Sentimos girar en torno nuestro la atención de este inmenso país que desembala sus sonrisas para mostrarnos sus mejores cerebros».
El Congreso se celebró en la Casa de los Sindicatos, que había sido especialmente decorada para la ocasión:
Un gran velero de banderas rojas sobre el escenario. Lenin, entre plantas, ocupa, hacia el fondo, el mismo lugar donde muerto lo tendieron en aquellos días del desfile trágico de las muchedumbres moscovitas; dos retratos inmensos de Gorki y Stalin sobre las telas rojas, y, colgados de la barandilla alta, Dostoievski, Tolstói, Dante, Sófocles, Shakespeare, Pushkin, etc.
Andréi Zhdánov, miembro del Comité Central del PCUS, realiza el discurso de apertura; León destaca:
En la tribuna se hace oír la voz del partido comunista: «El Congreso es un triunfo más de la construcción socialista. Sin ella este Congreso no hubiera podido realizarse», «Nuestra literatura es la más bella porque educa a las masas y las acompaña en su gran obra», «Como el retraso en la transformación de la conciencia retrasa las formas de vida, del mismo modo la literatura retrasa su historia si no asimila su tiempo», «Hay que buscar, como un ingeniero, la técnica del arte de escribir. No basta poder sentir, sino saber expresar. Recoger la experiencia histórica y, con estilo propio, expresar la hora en que el escritor vive en forma de arte…».
A Zhdánov le sucede Gorki. «Apenas se oye su voz. Los traductores se esfuerzan. Imposible. Se le quedan las frases entre los bigotes y los lentes como contra un seto infranqueable. En mi cuaderno de notas hay: “Ver periódicos de la mañana”».
Días más tarde, ya finalizado el Congreso, León resalta:
Las conclusiones del Congreso han sido: «A un pueblo libre, una literatura libre. Mientras Europa ve cómo el fascismo encierra su cultura en los límites más estrechos y prohíbe, destroza, quema libros, desterrando a los hombres, la Unión Soviética considera su época heroica del trabajo como el mejor momento para que la literatura se desarrolle a su compás. Escribid, escritores, lo que queráis. Y como queráis; pero no olvidaros que es un pueblo en construcción que necesita estímulo; no olvidaros que necesitamos verdades, realidades. De ahí que nuestra gran plataforma sea el realismo socialista; no olvidaros nunca que tenéis contraído un compromiso de honor con el socialismo, que os ha dado una patria libre donde desenvolveros con más facilidad que en ningún país del mundo. Y ahora cread, cread. Vuestros lectores aguardan».
Tras el Congreso, León, Alberti, y otros escritores internacionales realizaron un viaje por el sur de la extensa Unión Soviética, pero, antes, se reunieron con Gorki en su casa, a 40 kilómetros de Moscú.
Gorki nos recibe en la entrada. Tiende la mano cuadrada de artesano, con una confianza fraternal y abierta que tienen todos sus gestos. Un aire polar de vieja morsa dan a su cara los bigotes espesos, rubios y caídos. Es tan alto que, a pesar de encorvarse, sus hombros sobrepasan nuestras cabezas.
[…] Muchos miles de hombres en el mundo darían algo por estar así, mano a mano, separados por una mesa del antiguo vagabundo. Es viejo, está enfermo, se emociona con facilidad; cuando los niños le abrazan, llora. En el Congreso, cada sesión empapa un pañuelo, sobre todo si son pioneros los que le llevan flores o aeroplanos de papel.
La admiración y el cariño que siente León por Gorki es evidente. En Memoria de la melancolía (1970), su hermosa obra autobiográfica, León explica que, en el cuarto donde ella trabaja, ha colgado un retrato de él. La imagen cercana, tierna, sensible, que León nos muestra sobre Gorki, es muy valiosa para comprender mejor la grandeza del escritor soviético y de su literatura.
IV. Un viaje por el Cáucaso
Desde Moscú partieron hacia el Cáucaso hasta llegar al Mar Negro, desde donde, más tarde, regresarían pasando por Estambul hacia el Mediterráneo.
Fiel a sí misma, la llanura desciende por las tierras de Ucrania, se ennegrece, se levanta en ciudades y aldeas de casas encaladas con techos pajizos, se deja recorrer por el Dniéper y el Don, y fuerte y casi virgen la vemos descender hasta los bordes del mar.
A través de la infinita estepa póntica, León y Alberti viajaron hacia el sur y, rodeando el mar de Azov, se dirigieron a Nálchik, una localidad bajo las gigantes montañas del Cáucaso, en la frontera con Georgia. En aquella tierra de koljoses decidieron visitar uno.
En la URSS, según el planteamiento oficial, ante la incapacidad material que tenían en su momento de unificar y socializar todos los medios de producción, se vieron obligados a reconocer dos formas de propiedad socialista: por un lado la propiedad estatal, en manos del Estado soviético, y por otro lado la propiedad cooperativa-colectiva. Esta última forma era la que se implantó en el campo, cuyas tierras fueron colectivizadas y eran trabajadas por comunas, conocidas como koljoses.
Stalin, en su conocido informe Los problemas económicos del socialismo en la URSS (1951), explica esta cuestión:
En la industria tenemos la propiedad de todo el pueblo sobre los medios de producción y los productos, mientras que en la agricultura no tenemos la propiedad de todo el pueblo, sino la propiedad de determinados grupos, de los koljoses. Ya hemos dicho que esta circunstancia conduce al mantenimiento de la circulación mercantil, y que solo al desaparecer esta diferencia entre la industria y la agricultura podrá desaparecer la producción mercantil, con todas las consecuencias que de ello se derivan. Por tanto, no se puede negar que la desaparición de esta diferencia esencial entre la agricultura y la industria debe tener para nosotros una importancia de primer orden (las cursivas son mías).
Lo cierto es que, a pesar de que la tierra estuviese colectivizada, «los koljoses no quieren enajenar sus productos como no sea bajo la forma de mercancías», y por eso mismo «la producción mercantil y el tráfico de mercancías son hoy en nuestro país una necesidad». Sin embargo, «cuando en lugar de los dos sectores principales de la producción, el estatal y el koljosiano, surja un solo sector que lo abarque todo y tenga derecho a disponer de toda la producción del país destinada al consumo, la circulación de mercancías, con su “economía monetaria”, desaparecerá, como un elemento innecesario, de la economía nacional». Stalin plantea, por tanto, que para avanzar hacia el comunismo y, así, hacia la abolición de la producción mercantil, la Unión Soviética tenía aún la tarea pendiente de superar la propiedad cooperativa-colectiva de los koljoses.
Sin embargo, para mostrar no únicamente en el plano teórico, sino en la propia vida real, las dificultades a las que se enfrentaban los soviéticos a la hora de llevar a cabo una socialización plena de la producción en el campo, y el peso colosal que tiene la costumbre y la servidumbre en un pueblo milenariamente sometido, es muy ilustrativa la experiencia de León y sus observaciones:
¡Qué gesto más pudoroso de esclavitud doméstica ha tenido la mujer que nos enseña la casa! Casi se esconde entre las grandes capas negras de pelo de oveja que cuelgan de un clavo en la pared. ¡Ha llevado tanto tiempo el velo! Cuando una mujer kabardina cruzaba las calles miraba si algún hombre necesitaba pasarla. Ella esperaba, tenía que esperar a que todos los hombres la cruzasen. Una vieja nos habla de su vida. Se le enredan las jotas en una suave sonoridad árabe. Fue esclava de un conde. La mataron dos hijos los blancos. El otro hijo y la nuera trabajan en el koljós. «¿Contenta con la revolución?». Su cabeza se agita espantada. «¿Con la colectivización?». Entonces casi se ríe: «Sí». Ella cuida las ocas y las gallinas. No acierta a saludarnos. Cuatro idiomas nos separan de ella. Para acortar distancias solo se me ocurre la vieja relación humana. Acerco mi cara, sonrío y me besa temblando en las dos mejillas.
Después de pasar por Tiflis, capital de Georgia, y Bakú, capital de Azerbaiyán, se dirigen al puerto de Batumi, de nuevo en Georgia, y se embarcan camino a Crimea.
El [barco] Armenia sigue su camino mientras que la tripulación nos habla de la literatura internacional. Conocen a Henri Barbusse, a Romain Rolland; han seguido los trabajos del Congreso de escritores soviéticos y nos cuentan cómo, por la tarde, el receptor de T.S.H. [transmisión sin hilo] del barco captaba la voz de los oradores. ¿En qué parte del mundo se produce ese fenómeno inesperado: oír a los marineros hablar de literatura, poder hojear los libros de su biblioteca, recorrer su barco, entrar en sus camarotes, probar su sopa, discutir con ellos los problemas internacionales?
En Crimea visitan Yalta, la capital,
ciudad de los palacios, de las casas de reposo, de los parques infantiles, ciudad de vacaciones […], el lugar en que los hombres de la URSS pueden cruzarse de brazos y contemplar la obra que han realizado. Ya no se trata de la conquista del pan, del acero, del petróleo; ahora es la conquista del reposo, de los jardines, de las sales marinas y de los rayos ultravioleta, consecuencia del poder obrero; es la conquista de esas avenidas floridas trazadas en honor de las grandes duquesas, y que se han convertido en los caminos del amor entre una electricista de Leningrado y un zapatero de Rostov.
Finalmente, con nostalgia, León se despide del país de los soviets: «Hace falta decir adiós a esta tierra que se abre tan fraternalmente y que lo da todo: la fe, la esperanza, sin que pueda dejarle nada a cambio».
V. A lo lejos, España, vanguardia del mundo
En 1937, León y Alberti volvieron a la Unión Soviética mientras el fascismo desangraba España.
Allí entendí lo mucho que amaba España. Hizo falta que llegar a Moscú para llorar. Desde julio, en el frente o en el Madrid bombardeado, no había derramado una sola lágrima. Decía incluso: hace falta que las mujeres de España esperen al fin de la guerra para llorar. Pero en la URSS la emoción a menudo es más fuerte.
Un niño soviético me preguntó un día dónde vivía, y cuando le di mi dirección en Madrid exclamó: «¿Cómo puedes vivir en una ciudad destruida?».
[…] Entendí, con él y con otros, que los niños allí no conocen la guerra de España solo de manera sentimental, sino que siguen paso a paso nuestra lucha. Las preguntas que hacen revelan, no ignorancia, sino el deseo de un conocimiento tangible.
Ya en 1932 León había observado un especial interés de los soviéticos por España. Ahora, sin embargo, ese interés se fundamentaba en el sentimiento internacionalista y en la solidaridad con el pueblo y la clase obrera española que luchaba a muerte contra el fascismo.
En los teatros la gente se levanta para gritar su amor por España. Nunca hablaré lo bastante del asombro continuo que sentía.
En un teatro, los actores que nos habían saludado desde la escena, nos llamaron tras la función y charlamos juntos. Toda esta buena gente, de vez en cuando, deja para España la paga de un día.
En la URSS, nos cuenta León, la lucha en España latía, se sentía, estaba en todas partes:
En otro de nuestros viajes, cuando visitábamos los centros industriales, el interés principal de los obreros era demostrarnos el aumento de la producción, la mejora de la calidad de los productos, etc. Ahora, esta vez, ha sido distinto. España les absorbe y nos han lanzado cascadas de preguntas sobre nuestra guerra.
[…] Los ferroviarios, los alumnos de una escuela de Aviación, los ingenieros del Ejército Rojo, los redactores y el público de los circos y teatros, todo el mundo se pone en pie y aclama el esfuerzo heroico, sobrehumano, de los defensores de Madrid.
El 8 de marzo, día internacional de la mujer trabajadora, fue una fecha destacada en la Unión Soviética desde la época de la revolución. «Este último 8 de marzo estaba especialmente dedicado a la mujer española […]. La tarde del 8 de marzo tuve el honor de ser invitada a tomar la palabra en la representación que se celebra ese día cada año en el gran teatro de Moscú». Así lo explica, emocionada, en Memoria de la melancolía:
Al entrar al escenario siento que me rodean, me atropellan con un grito: «¡No pasarán!». Era el nuestro. Me siento reducida, pequeña. Una mano me acompaña a mi asiento, otra toma suavemente la mía, me está temblando. Es la de Nadedja Krúpskaia. Me quedo prendida un instante en esos ojos que han mirado a Lenin. Me parece que se me hielan los labios. Con las manos heladas me levanto para hablar a las mujeres de la Unión Soviética. ¡Ocho de marzo! El teatro, puesto de pie, repite con ritmo ese «¡No pasarán!» que Dolores Ibárruri dejó en nuestra boca. Y hablé con toda la rabia, con la furia que llevábamos entonces en las venas porque nos creíamos combatientes traicionados de la libertad. Debí decir locamente, arrebatadamente lo que era la angustia de nuestras horas defendiéndonos. Los malos fusiles, las pocas municiones, la crudeza del ataque del fascismo internacional a una ciudad como Madrid, donde con uñas y con dientes nos defendíamos. Conté cómo se moría de pie, porque no habían podido arrodillarnos. Y la sala, repleta de mujeres, lloró fraternalmente unida al destino de un país lejano del que sabía poco, solo que cantaba, que estaba cubierto de sol, que lo poblaba un pueblo valiente que se había negado a morir.
VI. Dos horas y cuarto con Stalin
«Todo está silencioso menos el hombre que acaba de morir». Así empieza María Teresa León su artículo sobre la muerte de Stalin en 1953. Ella y Alberti se habían reunido con él en el Kremlin en su viaje de 1937. «El Moscú que yo vi dejaba siempre entrever a España a contraluz […]. Como todo el mundo en cada casa de la URSS, él tiene también en la pared de su despacho un gran mapa de España». Con estas palabras describe León sus primeras impresiones:
Pensé que Stalin era menos corpulento de lo que daban las fotografías, y su rostro mucho más sereno de lo que comentaban sus enemigos. Los ojos nos miraban con bondad, como si esa afectuosa deferencia fuese dirigida muy a lo lejos al pueblo combatiente de España. Me alargó cigarrillos y, muy gentilmente, me pidió permiso para encender su pipa. La vieja cortesía creo que me ruborizó, pues la imagen de Stalin con su pipa era la tradicional para nosotros, y, al decírselo, rio enseñando unos dientes muy pequeños, gastados por el uso de esa pipa que le habría servido seguramente para frenarse, para meditar, para encauzar sus pasiones y su fuerza, porque aquel hombre extraordinario que sonreía era la historia viva de cómo se forja un mundo nuevo.
Aquel hombre, que se había convertido en la cara visible de la Unión Soviética, en su máximo dirigente –esa Unión Soviética que, de la ruina más absoluta, se había convertido en el faro del movimiento obrero y comunista internacional, que era una verdadera amenaza para el mundo capitalista–, fue también, de joven, un ferviente revolucionario. Dirigió desde muy joven luchas obreras, organizó manifestaciones, encabezó la expropiación armada de bancos… y, por todo ello, estuvo preso y exiliado en muchas ocasiones. León se pregunta:
¿Qué le habrían dejado las seis deportaciones que sufrió o la vida sin tregua ni descanso de los diez días que asombraron al mundo y la guerra civil? […] Buscábamos en las manos que jugaban con un lápiz o en los ojos plegados muchas veces para concentrarse en las respuestas, hasta en la voz tranquila con que hablaba a nuestra traductora, algún desarreglo físico, algún rastro amargado; pero no: las aristas de su humanidad impetuosa estaban limadas y el acero brillaba bondadosamente y respondía con verdad, y preguntaba por España con interés tan hermoso que yo sentía cerca las lágrimas.
Esta imagen cercana, fraternal, que nos muestra León sobre Stalin, puede sin duda sorprender al lector. La imagen demoníaca, psicótica, enfermiza, en definitiva, inhumana, que tan comúnmente nos es dada cuando investigamos sobre una figura como Stalin, ha sido tan extendida que, hoy, es difícil acceder a materiales que no reproduzcan esas ideas. Por eso, cuando encontramos documentos de este estilo, como el de tantos otros escritores y periodistas de la época que se entrevistaron con Stalin, que contradicen ese relato, que nos muestran no a un monstruo sino a una persona, es chocante. En las conclusiones volveré sobre esta cuestión; dejemos de lado, por un momento, nuestros prejuicios, y dejemos que León nos describa, con sus propias palabras, sus reflexiones y su experiencia:
El camarada Stalin tiene el pelo ya gris y la cara surcada de trabajos que dejaron una profunda huella. Sonríe, ocultándose entonces sus ojos, rasgados hacia lo alto de las sienes, cuando se le ocurre alguna frase graciosa que subraya la conversación precisa, serena, aleccionadora.
Una anécdota curiosa es el interés de Stalin por La Revista Blanca, una revista anarquista publicada en los primeros años del siglo XX en España:
Contó que en su juventud en Tiflis, cuando después de salir del seminario se unió a los grupos socialdemócratas que querían mejorar la menguada situación de los trabajadores rusos, leían ávidamente la Revista Blanca que Federico Urales publicaba en Barcelona. Nos preguntó si vivían algunos de los viejos revolucionarios de entonces. Creíamos que no.
Hablaron, como no podía ser de otra manera, sobre la guerra:
Stalin nos contemplaba atentamente, y yo miraba sus manos blancas, nobles, leales; manos de hombre de pensamiento, manos que decían, más que sus ojos, el carácter tenaz y perseverante necesario al jefe de un pueblo.
[…] Sus palabras sobre la situación española, sobre sus problemas más latentes son una lección de precisión política, de esperanza. «España está en la vanguardia del mundo», repite.
Una frase esperanzadora que se quedó grabada en su recuerdo.
Dos horas y veinte minutos permanecimos sentados frente a él. Dos horas y veinte minutos ante la viva lección política sin debilidades ni claudicaciones que representa el camarada Stalin.
Cuando abandonamos el Kremlin un soldado de la guardia detuvo el coche. El chófer dijo: «Escritores españoles»; el soldado de la guardia del Kremlin saludó sonriente. En la otra punta de Europa, España, vanguardia del mundo, era más que nunca nuestra patria.
VII. Algunas reflexiones
Este apartado es, quizá, el espacio para las matizaciones. Especialmente cuando hablamos sobre la Unión Soviética, siempre encontramos algún «pero»; a veces parece que no podemos resaltar algún aspecto de su historia sin sacar a relucir, inmediatamente después, sus defectos. Sin embargo, estos «peros», que sin duda son importantísimos, a veces los sobredimensionamos hasta el punto de desechar la historia –o partes de ella– del movimiento comunista y de los países socialistas del siglo pasado, y esto nos lleva, aunque no lo queramos, a renunciar a incorporar, a la lucha presente, las lecciones del pasado, por ser incapaces de abordar la historia con la profundidad de análisis que esta exige.
En el caso de María Teresa León, su opinión sobre Stalin varió años más tarde; algunos escritores, amigos de ella, murieron en la época de las purgas de 1937-1939. Sin embargo, esto no la llevó en absoluto al campo del antisovietismo, ni tampoco a olvidarse de toda su experiencia, sus emociones y sus reflexiones de aquella época. Hasta lo que sé, no escribió ninguna crítica abierta al antiguo dirigente soviético, más allá de la menor emoción que desprende la narración en Memoria de la melancolía sobre su encuentro y el dolor con el que escribe sobre la muerte de sus amigos. Creo que, simplemente, como tantos otros, se encontraba confusa. «Desde entonces, allá lejos tuvimos un amigo», había escrito en 1953. ¿Cómo aquel «amigo lejano [que] cumplió todas sus promesas: […] apoyó en todo momento la causa del pueblo español», aquel «hombre de pensamiento» con sus «manos blancas, nobles, leales», pudo haber formado parte de aquellas purgas? Se resigna a comprenderlo: «Todo lo que pasó después, la Historia grande de ese momento de la Unión Soviética y de Stalin queda para los historiadores».
En mi opinión, sin embargo, esta cuestión no debe quedar para los historiadores, sino para el conjunto de la militancia comunista y revolucionaria. Tras mares de tinta derramados durante décadas por parte de cientos y cientos de historiadores, la mayor parte han demostrado traer mayor confusión que claridad. La historia como disciplina no es «imparcial»; los historiadores, lo quieran o no, toman partido en función de cómo abordan la explicación de los hechos históricos. En el campo del comunismo, la «línea oficial», tras el famoso discurso de Jruschov, se tornó abiertamente contraria a la época y a la figura de Stalin; a partir de la década de los sesenta no eran extraños los calificativos de «estalinistas» utilizados como arma arrojadiza contra pensadores leninistas como Lifschitz, Iliénkov y compañía. En el campo capitalista, obviamente, las críticas eran mucho más feroces. Creo que podemos comprender desde qué óptica se lleva abordando, desde su muerte, su figura y toda la época en la que él fue uno de los principales dirigentes de la Unión Soviética.
Como ya comenté en la introducción, no se trata de trasladar mecánicamente el pasado al presente, de defenderlo acríticamente; pero tampoco se trata de trasladar el presente al pasado, de apresurarnos en la crítica, de situarnos en una atalaya sobre la que señalar despectivamente los errores teóricos, políticos, estratégicos y tácticos. Por el contrario, debemos saber comprender la complejidad de los fenómenos que ocurrían insertos en su especificidad histórica, las posibilidades reales de acción, las causas y consecuencias de cada decisión, las distintas expresiones que tomó la lucha de clases en el seno de la propia URSS y a nivel internacional, etc., y, de todo ello, extraer valiosas conclusiones para el movimiento presente. Debemos dejar de lado las valoraciones morales y dotarnos de una claridad conceptual sólida sobre la base del socialismo científico para abordar, desde la honestidad, las distintas experiencias revolucionarias y socialistas del siglo pasado.
Ante la necesidad de «cumplir» con la esencia crítica del marxismo, a menudo nos apresuramos a realizar una crítica a la historia del movimiento comunista internacional que, la mayor de las veces, no llega a estar lo suficientemente fundamentada e introducimos en nuestro método de análisis elementos externos que generan mayor confusión. La renuncia al leninismo, en lugar de estudiarlo en profundidad, es, a mi parecer, uno de los mayores errores políticos que podemos cometer hoy en día.
Sin negar por un segundo la importancia fundamental del reconocimiento de los errores, a veces hay que recordar que el reconocimiento de los aciertos es igual de importante. Con el método dialéctico-materialista como herramienta de análisis, superar el dogmatismo significa, entre otras cosas, dejar de realizar críticas meramente negativas. Un verdadero proceso de análisis y autocrítica no puede realizarse más que desde una postura militante: una crítica de la que no extraemos conclusiones para el movimiento presente o futuro es una mera queja que se disuelve en el aire.