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El debate soviético en torno a la estética marxista

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ARTE, HISTORIA

El debate soviético en torno a la estética marxista

07/07/2024
22 min.

Artículo liberado del «Número 1 de PARA LA VOZ: 100 años de arte y cultura comunista». Puede adquirirse el número en físico escribiendo a contacto@paralavoz.com

I. La importancia del debate teórico soviético de los años 60

¿Qué trascendencia puede tener una discusión teórica que tuvo lugar hace ya 60 años en un país hoy desaparecido? ¿Tiene alguna implicación práctica o algún interés más allá de la simple investigación histórica? Como casi todo lo relacionado con el período soviético, la opinión más común fluctúa entre el desdén y el menosprecio ante algo que se considera una página de un pasado felizmente ya enterrado por la historia. Usualmente, los que suelen afirman tales cosas son los mismos que hoy colocan como referente a Misses, Hayek y Menger, o los que posan como innovadores y rupturistas citando a los postestructuralistas franceses del Mayo del 68. Es decir, quienes parten de una posición partidista vinculada al anticomunismo y antisovietismo.

En realidad, el debate soviético de los años 60 no nos es indiferente, por el contrario, tiene una gran importancia para todos los militantes marxistas del presente. Los años 60 del siglo XX fueron una década crucial en el proceso revolucionario soviético. En los años 60 la Unión Soviética se encontraba en una encrucijada: existía el poderío económico, un alto nivel de conciencia en gran parte de la población y no solo la posibilidad, sino la necesidad de que la construcción socialista pase a una nueva etapa y afronte tareas como la eliminación de la división del trabajo manual e intelectual o la superación de la circulación monetaria, es decir, tareas que a nosotros, hoy en día, no nos parecen factibles, ni siquiera posibles.

Este no es el lugar para discutir si la posibilidad de paso del socialismo al comunismo era o no era real y concreta en la URSS de mediados de siglo; para los fines de este artículo lo importante es dejar asentado que en esa época se dieron desarrollos políticos, económicos y teóricos que sembraron la semilla de aquello que tuvo lugar durante la segunda mitad de los años 80, es decir, las semillas de la contrarrevolución. Y, guste o no, la contrarrevolución en la URSS, con todas sus consecuencias, es el hecho histórico que ha marcado el final del siglo XX y los inicios del siglo XXI hasta nuestros días.

Al posar nuestra mirada en la vida intelectual soviética de los 60, es fácil observar que en todos los ámbitos la discusión se encendió con un apasionamiento y aspereza que puede resultar desconcertante y, ciertamente, muy lejana al plácido e intrascendente intercambio de frases huecas al que hoy estamos acostumbrados. En economía política, la disputa entre mercantilistas y antimercantilistas que se extendió desde 1950 hasta el período de la perestroika, con el fatídico triunfo de los mercantilistas; en filosofía, la lucha de quienes defendían las posiciones del marxismo-leninismo contra los que deseaban reemplazar al marxismo por la lógica matemática o la cibernética y contra una nueva oleada de misticismo clerical-existencialista. El filósofo Évald Iliénkov, en su afamada carta al Comité Central del PCUS, describió el ambiente de la época:

[…] a medida que cae el ascendiente de la dialéctica materialista crece la influencia de otras escuelas y concepciones más abigarradas y numerosas.

En las ciencias naturales está el neopositivismo, esto es, la «lógica» (lógica matemática) depurada de todo aspecto cosmovisivo filosófico, interpretada de manera puramente instrumental. A medida que los naturalistas, pese a todo, realizan redadas en el área de los problemas sociales humanistas operan con mucha frecuencia con términos de la cibernética […].

En las ciencias humanas muy a menudo encontramos lo otro, la construcción existencialista antropológica. En parte se puede comprender como una reacción dada a la agresión matemático-cibernética, como un intento de mantener la «irreductibilidad» del ser humano, y de todos los conceptos vinculados con este, frente a la «descripción» científico-natural, matemática. Lamentablemente, esta tendencia se desborda en la oposición general al «racionalismo» […] combinado con las simpatías por Soloviov y Berdiaev llegando hasta el cristianismo más abiertamente baboso […].

Es decir, lo que tuvo lugar durante los años 60 en la URSS fue una lucha a muerte, una lucha entre quienes propugnaban la continuación del proceso revolucionario y los gérmenes intelectuales de la futura contrarrevolución.

II. Los actores del debate estético de los 60: marxistas-leninistas, dogmáticos y sesenteros

En el arte y la teoría estético-filosófica la situación no era diferente a la descrita en líneas anteriores. La animosidad llegó a los mismos niveles y, como veremos, la dureza de las recriminaciones no era menor que en otras áreas.

Es momento de señalar a las tendencias que protagonizaron esta lucha en el campo de ideas, una lucha que no era sino el reflejo teórico de la propia lucha de clases en la URSS, la lucha entre revolución y contrarrevolución.

En primer lugar, tenemos a aquellos que defendieron la posición marxista-leninista, el principal entre ellos fue Mijaíl Lifschitz, pero también podemos incluir a Évald Iliénkov, Mijaíl Ovsiánnikov, Avner Zis y Anatoli Kanarski.

En la orilla contraria nos encontramos con una especie particular, me refiero a quienes defendieron puntos de vista sociológicos vulgares en los años 20, esto es, esa peculiar esquematización del marxismo que se acercaba más a los criterios del sociólogo alemán Karl Mannheim o del majista Alexander Bogdánov (tan duramente criticado por Lenin en su libro Materialismo y empiriocriticismo) que a la verdadera doctrina de Marx, Engels y Lenin; estos sociólogos vulgares, cuando en los años 30 se reafirmó la auténtica posición marxista-leninista, se adaptaron a los tiempos y con habilidad camaleónica asumieron el ropaje del dogmatismo y después del XX Congreso del PCUS en 1956 cambiaron una vez más su indumentaria, se convirtieron en liberales del deshielo. Entre estos podemos nombrar a Alexander Dymschitz, Jakov Elsberg o Mijaíl Jrapchenko.

Junto a estos dogmáticos reconvertidos en liberales o, más bien dicho, bajo su protección, encontramos a los llamados intelectuales sesenteros, que hoy son considerados de manera casi unánime como la fuerza intelectual de la contrarrevolución e inspiradores del proyecto antisoviético que se realizó en la práctica durante los años de la Perestroika. Los sesenteros en sus primeros años se presentaron como renovadores del marxismo, humanistas preocupados en problemas como la enajenación y estudiosos de los escritos del joven Marx, y acabaron, la mayor parte de ellos, abrazando el oscurantismo religioso y la fe cristiana. Entre ellos están Valentín Nepomniaschi, Yuri Davídov y Grigori Pomerantz; de este último es la cita: «el pueblo es bueno mientras está inmóvil, sin meterse en la historia […]. El pueblo inquieto, que se amotina, pierde su alma».

III. ¿Es la «visión subjetiva» una categoría de la estética marxista?

Es posible hacernos una idea de lo que sucedía a inicios de 1960 en el ambiente intelectual soviético al leer un fragmento de la carta en la que Mijaíl Lifschitz le recrimina a su antiguo colega Gueorgui Fridlender sus pasos en falso (desde el punto de vista teórico) y que constituye un certero diagnóstico de la situación: «el principal peligro consiste en la carencia de ideología, la falta de principios, el revisionismo abierto encubierto por la ortodoxia vocinglera».

Este es un problema al que Lifschitz se vio obligado a retornar una y otra vez, a saber, el problema del eclecticismo de muchos viejos intelectuales capaces en un momento de jurar fidelidad a la ortodoxia y al poco tiempo jugar al liberalismo y coquetear con palabrejas de moda y con las nociones de la usual sabiduría burguesa.

En 1964, el viejo Lifschitz notó la peculiar afición de muchos teóricos soviéticos por la palabra «visión» para denotar un supuesto «principio» que caracteriza el modo en que todo artista percibe al mundo. Cabe anotar que en ruso «visión» no se refiere tanto al acto físico de mirar o al proceso de percepción, sino que es un término con carga religiosa referido a las visiones de profetas y santos. De tal modo que este uso de la palabra «visión» tenía la clara intención de afirmar la subjetividad incondicional de la percepción, en otras palabras, el uso de la palabra visión implicaba encerrar la percepción del artista en su subjetividad y una vez aceptada esta posición sería imposible no aceptar la agenda del oscurantismo burgués contemporáneo; en palabras de Lifschitz: «[afirmar] que el hecho primicial de la conciencia es la ceguera, y no la visión, la locura nocturna, y no un mundo común único para todos los despiertos, la “visión subjetiva” y no la verdad reflejo de la realidad en la cabeza humana».

La posición marxista-leninista no consiste en transformar a la visión subjetiva en principio de todo arte, sino en afirmar que los medios que los diversos artistas tienen para reflejar el mundo, sus técnicas e ideas, están históricamente condicionados, es decir, son objetivos, y por lo tanto todo artista auténtico aspira a exponer el lenguaje sencillo y diáfano de la realidad, y las formas para hacerlo son múltiples como son múltiples las individualidades. Mijaíl Lifschitz, en su artículo «En el mundo de la estética», escribió al respecto:

El sol del artista no es el sol de la naturaleza, escribió Diderot. Como el ruiseñor artificial no puede sustituir al ruiseñor natural, a pesar de todas sus ventajas, que cautivan al emperador chino, así el arte en general, hasta el dotado por la fuerza elemental del genio, no puede igualar a la naturaleza. Pero esto es bueno. Sin esta diferencia entre lo naturalmente irrepetible y su reiteración en las distintas formas de la creación humana, incluyendo aquí también al proceso del pensamiento, y las técnicas de la abstracción real, sin esta distinción que crea tantos problemas no puede existir un mundo humano, secundario en el marco de la naturaleza […]. La naturaleza, más precisamente, la realidad viva, incluyéndose aquí el mundo de la historia, es una escala común para todos los mundos artificiales creados por el ser humano con su peligrosa inclinación por la simplificación desmedida, mecánica de la infinita multiformidad de la vida⁠.

La médula de esta discusión es la oposición entre monismo y pluralismo, es decir, la cuestión de si el mundo es causa de sí mismo o si existe un plano supranatural que se presenta como causa externa de lo natural, y en su crítica de la moda de la «visión subjetiva», Mijaíl Lifschitz es tajante: «No existen dos principios en la consciencia humana, el principio es uno: el reflejo de la realidad objetiva⁠».

Pero, ¿acaso esto no implica negar la individualidad, la originalidad y la libertad de creación? Todas estas cosas tan amadas, al menos de palabra, por la intelectualidad burguesa. Esta fue aparentemente la preocupación del sesentero Valentín Nepomniaschi, en un artículo publicado en el año 1964 como respuesta a las posiciones de Mijaíl Lifschitz. Para Nepomniaschi lo principal es la individualidad del artista, solo esta individualidad garantiza una creación artística verdadera que no es una simple y aburrida copia del mundo, los sentidos para ser humanos son ante todo individuales y ellos otorgan la «visión», don exclusivo de los artistas, pues lo objetivo y lo subjetivo son inseparables, Nepomniaschi, en su texto «El “absurdo de la originalidad” o el “absurdo de la universalidad”», lo explica así:

La práctica demuestra que en el artista la asociación concretamente sensible se deja ver de manera más o menos vaga, a menudo precede a los vínculos lógicamente establecidos entre los fenómenos, es decir, la «interpretación» de lo visible. La «visión» es esta aguda facultad creadora, que no es idéntica ni al sentido «puro», ni al pensamiento lógico «puro», es en sí la manifestación [superior] y evidencia clara del hecho de que el sentido humano y el pensamiento humano son indisolubles⁠.

Curiosa concepción que aunque se pretendía marxista guarda más similitud con l’intuition de Bergson, el antepredicativo de Husserl o la comunión con el ser de Berdiaev.

Mijaíl Lifschitz respondió a estas y otras críticas en su artículo polémico «En la aldea del abuelo» (que no fue aceptado para su publicación por ninguna revista de la época debido a la censura), en el que sale al paso de las tesis que colocan a la visión subjetiva como base de la individualidad, pues si esto fuera así, entonces tal posición supondría que incluso lo más arbitrario puede presentarse como si fuese reflejo certero de la realidad, lo que tiene consecuencias no solo en el arte, sino también en la política:

He ahí, por ejemplo, a los socialistas occidentales, o de derecha, como ahora se les llama. En la segunda mitad de los años cincuenta todos ellos cambiaron sus programas […]. El marxismo, nos dicen ellos, inflige demasiado daño y ahora lo rechazamos por completo. Porque, si existen leyes de la historia, como Marx afirmó, que conducen a un régimen de vida socialista, entonces el hombre con su voluntad irracional no tiene a donde ir […]. Mejor trasladamos esta cuestión al área de la visión pura. ¡Abajo la ideología! ¡Viva la mitología!⁠

De manera que el escrito de Nepomniaschi era, en palabras de Lifschitz, una ortodoxia postiza que al afirmar que lo subjetivo y lo objetivo son inseparables olvidaba, convenientemente, señalar en qué son inseparables y en qué no lo son. Lifschitz continúa:

Todo lo subjetivo depende plenamente de la realidad objetiva, así como lo subjetivo es propiedad del mundo material y su reflejo. No hay sujeto sin objeto […]. Sí, lo objetivo y lo subjetivo se dividen y en ciertas relaciones ellos incluso son opuestos. Sobre esto se basa toda la milenaria tradición materialista y con esta separación empezó su desarrollo la ciencia contemporánea cuando ella, en la persona de Galileo, Bacon y Descartes trazó una rigurosa frontera entre nuestro mundo subjetivo y los rasgos objetivos de la realidad real.

Lo que Nepomniaschi y otros olvidaban era que desde hacía siglos las tendencias críticas con el materialismo se han esforzado por demostrar que lo objetivo es inseparable de lo subjetivo y, a la vez, en bifurcar, en dar a lo subjetivo existencia propia independiente de lo objetivo; tal es la esencia del idealismo (en todas sus formas).

Esta discusión sobre la cuestión de la «visión subjetiva» es solo uno de tantos momentos en el debate de los sesenta, pero en este breve episodio se ocultaba algo más. En una carta que data de 1963 dirigida a su buen amigo el crítico de arte checoslovaco Vladimir Dostal, Mijaíl Lifschitz señala que gente como Nepomniaschi y otros, cobijados bajo el ala del antiguo dogmático reconvertido en liberal Jakov Elsberg, no eran más que un grupo de polluelos existencialistas a la Berdiaiev. ¿No sería este un juicio exagerado e intolerante? Lo veremos a continuación.

IV. El choque de ideas en torno al modernismo en los años 60

Un segundo asalto de este combate inició en 1966, cuando el periódico Literaturnaya Gazieta publicó un ensayo de Mijaíl Lifschitz titulado: «¿Por qué no soy un modernista?». Las reacciones a este texto no se hicieron esperar, el dogmático reconvertido en liberal Alexander Dymschitz acusó a Lifschitz de ignorar que en el modernismo existen muchos matices y, por eso, no tener el necesario «enfoque diferenciado». Para Alexander Dymschitz el enfoque leninista verdadero consistía en el apoyo a los modernistas progresistas y, en tal sentido, la posición sin compromisos que Mijaíl Lifschitz expresaba en su artículo era consecuencia de una metodología anticuada⁠. Esto último requiere una mayor explicación. En la época, las acusaciones de Alexander Dymschitz implicaban que «¿Por qué no soy un modernista?» no se ajustaba a una línea de convivencia pacífica con el modernismo (traslación mecánica de la política exterior soviética al mundo de las artes) y al aseverar que la metodología aplicada en este escrito era anticuada, Dymschitz insinuaba que el autor de «¿Por qué no soy un modernista?» era un dogmático, un estalinista.

Encontramos un tono similar de denuncia fiscal en la carta colectiva «¡Cuidado con el arte!»⁠, firmada, entre otros, por la poetisa Lidia Ginzburg. En esta carta se sugería que el artículo «¿Por qué no soy un modernista?» suponía un retorno a las persecuciones de los años 30, a la condena injusta de artistas sinceros. En su respuesta, titulada «¡Cuidado con la humanidad!», Lifschitz dejó en evidencia que semejantes argumentos eluden el centro de la disputa –la valoración objetiva del lugar y rol histórico del modernismo– y pueden considerarse como la simple apelación a argumentos demagógicos y sentimentales con el fin de evitar tratar los problemas esenciales.

Mucho más importante que la carta «¡Cuidado con el arte!» fueron las tesis esgrimidas por el sesentero Grigori Pomerantz en su artículo «¿Quién sedujo a Caliban?», mismas que se resumen en lo siguiente: no se puede condenar al modernismo ya que todo nuevo principio madura mediante la agresividad y el nihilismo, y en los tiempos actuales el misticismo es un instrumento útil para luchar contra el racionalismo e, incluso, el arte moderno solo expresa el paso de una racionalidad anticuada a otra más avanzada. De allí que Pomerantz sentencie: «una vida contrahecha es mejor que un cadáver lógico».

Argumentaciones similares a las de Pomerantz las encontramos en el artículo «Arte y racionalismo tecnológico», cuyo autor era otro sesentero, Yuri Davídov. En este texto, Yuri Davídov se apoya en Tolstói, Spengler, Nietzsche y Ortega y Gasset para aseverar que el arte moderno nada tiene que ver con el irracionalismo filosófico o con la construcción de mitos, sino que, por el contrario, es una emanación de la Razón tecnológica. ¿Qué provoca la decadencia del arte según Yuri Davídov? La técnica, la tecnología y, el principal problema, la educación artística de masas que, según él, lleva al formalismo, a convertir al arte en una simple fórmula de técnicas. Para Davídov, la creación de escuelas artísticas abiertas a las amplias masas inevitablemente convierte al arte en una fábrica, pues lo somete a la tecnologización y racionalización, lo que significa la pérdida de eso que en el arte es «humano, demasiado humano». Entonces, para los sesenteros y soviéticos liberales, el modernismo no era nada más que la forma en que los grandes artistas se resistían a la racionalización que enajena la individualidad, una justa rebelión contra la armonía y el sentido común, contra toda estandarización y sacralización de cualquier valor estético⁠.

V. ¿De qué trataba el debate (el individuo y las masas)?

A muchos, acostumbrados a la imagen de la vida intelectual soviética como una monótona retahíla de dogmas controlados por burócratas, les sorprenderá que textos como lo de Valentín Nepomniaschi, Grigori Pomerantz y Yuri Davídov se publicaran en los medios más prestigiosos y no solo eso, sino que este tipo de ideas marcasen la tendencia dominante. Más sorprendente aún es saber que en la época las posiciones de los sesenteros al estilo de Yuri Davídov eran consideradas de «izquierda», en tanto las posiciones de gente como Ovsiánnikov, Lifschitz o Iliénkov eran vistas como de «derecha».

Ante esto surgen las preguntas: ¿De qué trataba en realidad el debate? ¿Qué había tras la discusión sobre la «visión subjetiva», la agresividad, el nihilismo y misticismo en las artes? En mi opinión, encontraremos la respuesta en un análisis minucioso de los argumentos críticos que Mijaíl Lifschitz esgrimió contra el modernismo en sus artículos y libros. Al responder a la pregunta: ¿Cuál era la médula del famoso y polémico artículo «¿Por qué no soy un modernista?» que provocó reacciones tan airadas, y tantas discusiones y críticas? En este breve y bello ensayo podemos leer:

[…] a mis ojos el modernismo se entronca con los hechos psicológicos más tenebrosos de nuestra era. Con él se relacionan el culto a la fuerza, el goce de destruir, el amor por la crueldad, la sed de una vida irreflexiva, la obediencia ciega⁠.

Una afirmación dura, tal vez muchos la juzgarán demasiado tajante, sin embargo, esta posición sin compromisos solo expresa que la crítica al modernismo contiene algo más que una simple disputa por los gustos o disgustos artísticos. ¿Qué se esconde en la negación del realismo, de la mímesis, y de todas las formas creadas por el desarrollo artístico de milenios? ¿Son solo extravagancias o implican algo más? Según Mijaíl Lifschitz el objetivo del modernismo es el aplastamiento de la conciencia, la fuga a la superstición, negar toda asociación del arte con la realidad de la vida en nombre de la revuelta contra lo viejo, de la originalidad y de la creatividad. De tal modo, si un dadaísta como Kurt Schwitters escribió: «Todo lo que he escupido, todo eso será arte, ya que soy un artista», entonces se establece una peculiar jerarquía: arriba, los seres especiales, los dotados de la «visión subjetiva» capaces de convertir un escupitajo (o una banana pegada con cinta adhesiva en la pared) en una obra de arte suprema; abajo, la masa a la que se le considera simplona y tosca, apegada al sentido común y al realismo ingenuo.

En palabras del propio Mijaíl Lifschitz, los modernistas y toda la gente que toma como principio la negación del realismo y considera que toda la herencia de miles de años de desarrollo del arte es una falsedad obsoleta y cursi:

[…] no tiene derecho alguno a quejarse de la teoría de la «gran mentira» en política, de la mitología creada con la ayuda de la radio, prensa y cine, de la «manipulación» de la conciencia humana por parte de los poderosos del mundo, del «conformismo» y cosas similares⁠.

Quizás lo más importante de la crítica de Mijaíl Lifschitz al modernismo es su planteamiento de que ninguna idea es solo una idea, toda idea tiene su correlato en la vida social. Pese a las intenciones nobles de muchos artistas y teóricos, el modernismo, con su apelación a los instintos contra la razón, con su suposición de la existencia de una capa superior de hombres capaces de convertir un escupitajo o un pedazo de basura en arte, se liga no con el ascenso de las masas trabajadoras, sino con la reacción del viejo mundo que busca aplastar este movimiento revolucionario. A los seguidores del modernismo, Lifschitz les pregunta:

¿Deseabais la fuerza vital, os hartaba la civilización, huisteis de la razón al sombrío mundo de los instintos, despreciabais a la masa en sus esfuerzos por ir a los fundamentos elementales de la cultura, exigíais de la mayoría el sometimiento ciego al llamado irracional del superhombre?⁠

Esta alta matemática de pinturas abstractas, pop-art y teorías surrealistas, encuentra su correlato –puede que no deseado– en el puño de hierro, en las muchedumbres que corren tras la carroza dando vivas a la –ya fallecida– reina de Inglaterra. No obstante, existe otro aspecto en el modernismo que resulta más fundamental en su transformación en un fenómeno de las tinieblas contemporáneas. Cito en este momento un pasaje del artículo de M. Lifschitz, «Fenomenología de la lata de conserva»:

Cuando el capital somete la creación espiritual a las leyes de la producción material, toda la perversidad de este régimen social, la hipertrofia de las formas sociales que le es inherente, el aislamiento del contenido real, se manifiesta en la febril convencionalidad que alcanza dimensiones gigantescas. La obra del artista modernista, que en su lado convencional posterga más y más el valor de la representación de la vida, es el objeto ideal para la especulación. El capital entra en esta esfera sirviéndose de las manchas de tinta de Pollock o de los recibos que Klein daba a sus compradores en lugar de un cuadro, como simples signos del valor, indiferentes en esencia con el mérito estético de la pintura. Ello no incomoda al contenido real de la mercancía⁠.

El modernismo no es un fenómeno ajeno, sino que está profundamente vinculado con el parasitismo del capital financiero en el que el contenido, es decir, el valor de uso de la producción, es irrelevante, esto es, con ese mundo del capital financiero en el que se forman enormes masas de capital ficticio y que engendra una forma de arte que le es propia y adecuada. El arte sometido al comercio depende más de las reputaciones creadas por críticos, curadores y aparatos de publicidad que permiten a los inversores colocar enormes masas de dineros en bienes efímeros, la novedad es el valor principal que permite al consumo convertirse en un acto vacío, ritual, una función más del proceso de venta que de por sí no tiene más sentido que comprar lo nuevo, simplemente porque es nuevo.

Y esta subyugación del arte al capital financiero se entrelaza con un fatídico giro en la conciencia de los artistas. Al analizar la famosa litografía de una lata de sopa, máxima obra del conocido Andy Warhol, en el mismo texto recientemente citado Mijaíl Lifschitz se pregunta qué diría esta lata si pudiera hablar:

¡Yo soy una simple lata de conserva, y yo os hablo a vosotros que tenéis oídos para escuchar! Os hablo a vosotros que os alejasteis de la verdadera felicidad como algo que sale del estado elemental, inerte de la materia. Pero vuestro principal crimen y vuestro infortunio consisten en que pensáis. Libraos de este infierno en la tierra, de toda idea y de toda responsabilidad: he ahí el ideal de todo hombre contemporáneo. Sed simples e irresponsables como la estúpida hojalata de la que están hechas las máquinas. De verdad os digo, venid a mí todos sufridos y sobrecargados de problemas, ¡y yo os daré calma!⁠

De modo que el modernismo es la capitulación de la intelectualidad ante ese monstruo animado que es el modo de producción capitalista, ante las fuerzas impersonales que parecen controlar inexorablemente la vida de cada individuo. Ya no se quiere la conciencia de la impotencia del individuo aislado ante la enorme maquinaria de las multinacionales y Estados burgueses, no se quiere pensar en eso, se prefiere fugar a las formas agresivas e hipnóticas que permiten olvidarlo todo. Lifschitz escribió al respecto:

La posición del dadá o del pop-art es el suicidio del espíritu o, expresándolo científicamente, el intento de salvarse del exceso de retroalimentación por medio de su contrario extremo, la desconexión total⁠.

Así, se crea un nuevo esnobismo. Todo se vuelve banal e intrascendente, nada se toma en serio y todo se reduce a una pose. El propio arte abstracto en el que el pintor lanza tarros de pintura al lienzo señala que el contenido ya no le importa a los artistas, lo importante es la pose que no solo permite escapar de la realidad del capitalismo putrefacto, sino también asegurarse una jugosa carrera con privilegios, dinero y fama.

Se puede decir que estas ideas de Lifschitz respecto del modernismo se ligan con esa denuncia de la banalidad burguesa que se puede encontrar en películas como La Nueva Babilonia y Don Quijote de Grigori Kozintsev, De gente y de bestias de Serguéi Guerásimov o el documental El fascismo cotidiano de Mijaíl Romm. En La Nueva Babilonia podemos observar una escena en la que los capitalistas asisten a la masacre de los comuneros en París tal y como si fuese un día de campo, y esto es ilustrativo de que la frivolidad de la burguesía y sus cortesanos se liga íntimamente con el talón de acero, con las formas más brutales de la dictadura de clase.

VI. Las previsiones de los marxistas-leninistas soviéticos y la evolución de los sesenteros hacia la contrarrevolución

Tras nuestra breve exposición surgen las preguntas: ¿Puede ser que Évald Iliénkov exagerase al hablar de la renuncia del marxismo por parte de los filósofos sesenteros en favor del positivismo y el clericalismo existencialista? ¿Acaso no hizo gala Mijaíl Lifschitz de dogmatismo cuando en sus cartas personales tachó a los jóvenes intelectuales sesenteros como existencialistas escondidos, como la regeneración de las viejas ideas de los kadetes liberales? La respuesta la tenemos en la trayectoria de los partícipes en el debate estético.

En sus diarios personales, el citado Valentín Nepomniaschi, ya en los años 60 dudaba de si era necesario ir por la senda del progreso, puesto que este progreso cuesta demasiado y, por ello, pedía a la sociedad que se libere del racionalismo demoníaco⁠. En los años 70, celebraba la irracionalidad y veía la esencia del ser humano en los fines no terrenales⁠. En los años 90, condenó los 70 años de materialismo, de cosmovisión irreligiosa bolchevique cuyo pecado fue hacer que el hombre crea que puede ser dios y someter al ser: «La principal tragedia de la humanidad es que repudió o perdió a Dios», escribió Nepomniaschi en sus diarios⁠.

Yuri Davídov en los años 60 condenó a la Razón tecnológica, en los años 80 abominaba al marxismo y vituperaba el «apocalipsis de la religión atea». Retomando las ideas del pensador prerrevolucionario kadete Serguéi Bulgákov, Davídov pontificó que el pecado del racionalismo fue una divinización del ser humano que condujo a las pérfidas doctrinas revolucionarias de Marx cuya única aspiración era destruir la religión y con ello a la única fuente de la libertad individual que es la comunión con Cristo a través de la Iglesia⁠.

El sesentero Grigori Pomerantz no esperó a la Perestroika, a finales de los años 60 en un artículo publicado en el Samizdat afirmaba que la intelectualidad para ser libre no debía buscar al pueblo, pues la misión del auténtico intelectual es la búsqueda del reino de Dios en nuestro interior. Para Pomerantz los mejores intelectuales son los que viven sin ninguna raíz popular, los que no abrigan esperanza alguna de ligarse al pueblo como fuente de sabiduría. Al mismo tiempo, Pomerantz condena todo movimiento de carácter popular: como ya citamos anteriormente, «el pueblo es bueno mientras está inmóvil, sin meterse en la historia». Obviamente, Pomerantz fue un destacado ideólogo liberal en tiempos de la Perestroika, un ideólogo que veía en las masas populares una especie de subhumano «esclavizado por el miedo, la envidia, la ofensa, el miedo y la sed de venganza».

Ante semejante evolución quedan pocas dudas de que las valoraciones que los marxistas soviéticos más lúcidos realizaron en la década de 1960 no eran erróneas. Los jóvenes marxistas sesenteros involucionaron rápidamente al clericalismo (o al liberalismo) y renegaron del marxismo-leninismo para recuperar a Berdiaev, Struve y Stolipin. Y esto hace que las palabras de cierre al ya referido artículo de Mijaíl Lifschitz «¿Por qué no soy un modernista?», adquieran aún más relevancia:

[…] la multitud comunista no necesita de los mitos enceguecedores. Ella necesita de un pueblo que se conforma de personalidades conscientes. La liberación de cada uno es la condición de la liberación de todos, se dice en el Manifiesto Comunista. He ahí porque estoy en contra de la así llamada nueva estética que bajo la apariencia del espíritu innovador le trae a la masa las ideas viejas y crueles.